lunes, 6 de septiembre de 2010

Pasaje a la India... con billete de vuelta- 3ª parte

Tercer día.

A las 8 de la mañana abandonábamos el hotel Taj Palace y empezábamos el recorrido por el país propiamente dicho. Y entonces pudimos ver el caos circulatorio que el día anterior sólo habíamos intuido. Montones de coches, motos, tucs tucs, autobuses y camiones (estos muy decorados), cargados hasta los topes, se amontonaban a la salida de la capital haciendo que un trayecto corto se convirtiera en eterno. Es costumbre en la India hacer sonar la bocina continuamente. Tanto es así que incluso los camiones llevan escrito por la parte de atrás un mensaje incitando a pitarles.

Los adornos que llevan los tuc tucs y los autobuses a veces rozan lo hortera y no se puede decir que desaprovechen el espacio porque llevan unas veinte personas, algunas agarradas como pueden, cuando son de cuatro y otros personal sentado encima. Me pregunto qué clase de comodidad pueden encontrar en viajar así pero desde luego, repartido entre todos, debe ser barato. Y allí no tienen dinero para gastar innecesariamente. Muchos autobuses van tan llenos que tienen que llevar la puerta abierta incluso circulando. Resultaba muy curioso también ver el sistema de peajes. Si bien algunas veces está dispuesto como en España, con sus casetas, otras muchas veces es un parón en medio de la nada donde un tipo cobra la tasa correspondiente por el cambio de estado (o por lo que sea) mientras otros veinte le contemplan. Y es que las zonas pobladas, las supuestas áreas urbanas, son a veces dos o tres chabolas, cuatro a lo sumo, con algunos hombres sentados a las puertas de una tienda minúscula y desordenada. No trabajan, no parece que lo hagan a menudo. Simplemente están sentados tomando té, jugando a las cartas o hablando. Ver pasar un autobús con occidentales es el acontecimiento del siglo y te miran mucho.
Por primera vez (y pensar que el primer día hasta las eché de menos) vi vacas. Montones y montones de esas vacas que en la India son sagradas. Nos dijeron que casi todas las que vemos en Delhi están abandonadas pero las que vimos en el resto del viaje tienen dueño. Las ordeñan por la mañana, recogen el estiércol y las dejan para que campen a sus anchas y coman lo que puedan hasta la hora de cenar.

Las vacas en India son sagradas porque se les considera como una madre por el hecho de proporcionar leche. Además existe la creencia que muchos de sus numerosísimos dioses habitan en distintas partes de ese animal. Así se les protege en el sentido de no matarlas y se aprovecha su leche y sus excrementos.

La primera vez que ves vacas en India te sorprendes por su “cara dura”, porque pasean por donde quieren y se ponen a dormir incluso en medio de las autopistas, y por lo “feas” que son. Acostumbrados a nuestras preciosas y regorditas vacas lecheras, ver una vaca india, con su joroba y con los huesos muy marcados, puede llegar a producir incluso repulsión. Al final te acostumbras a su aspecto y te das cuenta de que las hay más gordas pero igualmente entrometidas.

No todo el ganado bovino de la India es así. Abundan también los búfalos de agua, mucho más gordos y lustrosos y todo el tiempo buscando aunque sea una mínima charca para meterse dentro. Ya conocíamos a esos animales porque el año pasado, haciendo un crucero por el Li, en las cercanías de la ciudad china de Guilin, vimos muchos.

Al mediodía paramos (y fue un placer descansar del bullicio de la carretera) para comer. El pollo tandoori, esta vez sin una salsa sospechosa, hizo las delicias de todos nosotros. El arroz blanco fue también muy solicitado por eso de que no pica y encima nos previene de las tan temidas diarreas. De postre nos dieron los eternos plátanos, que se venden por todos lados, y probamos por primera vez un dulce típico que se llama gulab jamun. Se trata de unas bolitas de masa (luego he sabido que de leche de búfala y vaca con harina) fritas y mojadas en un sirope de semillas de cardamomo con agua de rosas. Está muy dulce pero es bastante bueno.

Tardamos mucho más de lo previsto en llegar a Mandawa, ciudad que vivió sin duda un pasado esplendoroso del que no queda más que una sombra. Antaño formó parte de la Ruta de la seda y es por eso que conserva tantos havelis, hermosas casas-palacio decoradas profusamente con pinturas que en su mayor parte han perdido el color. Aunque se nos dice que se han restaurado muchas de ellas, la verdad es que queda mucho por hacer.

El pueblo se cae. Sí, se cae a pedazos. Los havelis se caen. El baño público está habitado por ratas que no tuve el placer de saludar. Pero todos se mueren por vernos, por hablarnos, y principalmente por vendernos algo. Los niños del pueblo nos persiguen con cualquier excusa y nos hablan, algunos en un perfecto castellano, de su vida, de cosas del pueblo, de sus familias. Un niño con el brazo completamente quemado quiso hacerse mi amigo, sin duda con la intención de pedirme o venderme algo. Y la advertencia de que no hablemos con ellos no sirve de mucho porque allí siguen.

Visitamos dos havelis, uno de ellos bellísimo, que exploramos rincón a rincón asesorados por un muchacho del pueblo que nos hacía de guía y que explicaba bastante bien y en nuestro idioma. Me dio la sensación de que Mandawa no es un lugar demasiado frecuentado por los turistas y como dijo uno de los niños sólo tiene vida en la calle principal; el resto está completamente muerto a menos que aterricen los turistas y todos los chiquillos les persigan. En un momento determinado tuvimos que pasar por una calle completamente encharcada. Para no mojarnos los pies teníamos que pisar encima de piedras. No miento si digo que medio pueblo se concentró allí para vernos pasar con una media sonrisa en el rostro. Verla también en la cara del guía local me hizo pensar que podrían habernos llevado por otra calle pero que hubiera sido una pena perderse el espectáculo de los turistas pasando sobre piedras o mojándose los pies.

Un bebé sentado en la puerta de una casa, desnudo de cintura hacia abajo y con pulseras con cascabeles en muñecas y tobillos (deduzco que a modo de protección contra el mal de ojo y en parte muy cómodo para las madres, que pueden saber dónde está el crío por el ruidito), llamó mi atención y quise hacerme una foto. Pero el niño no parecía estar tan entusiasmado como sus vecinos más mayores porque apartó mi mano de su hombro y sale en la foto con cara de pocos amigos. Una pena. Di con el bebé más raro de todo Mandawa.

Los motivos en las paredes de las casas son espectaculares y mezclan lo más tradicional de la India (elefantes, bailarinas) con elementos modernos como los primeros coches o aviones. Sencillamente hermosos aunque deteriorados.

Abandonamos Mandawa para recorrer unos escasos 35 kilómetros hasta el hotel de Alsisar. No miento. Tardarmos una hora y media, circulando por una carretera medio destrozada y con un terrible aguacero que duró poco por fortuna, en llegar. Y cuando lo hicimos nos esperaba una sorpresa. Había dejado de llover pero allí todo se encharca enseguida y Alsisar no es más que un pequeño pueblo… sin luz. Cuando el autobús se detuvo pensamos que había parado a las puertas del hotel pero no tardamos en saber que no, que allí tendríamos que llegar a pie, alumbrados por una simple linterna que llevaba un encargado de nuestro alojamiento y pisando montones de barro que no veíamos. Una odisea. No puedo deciros la cantidad de barro que había porque no lo veía pero mis zapatos se quedaban atrapados dentro (y no era ni de las que peor caminaba y de las que iban detrás). El caso es que el guía se equivocó de hotel y cuando le avisamos del error ya le habían sacado unas llaves por una reserva inexistente.

No tuvieron la amabilidad de venirnos a buscar ni con un coche ni con el carro con el que llevaban las maletas pero nos recibieron con una fanfarria y con una bebida que no supe identificar. Y sentados en el patio, llenos de barro hasta las orejas, bebiendo, con el punto en la frente, nos quedamos a la espera de las llaves.

En defensa del hotel diré que está en un enorme edificio que era el antiguo palacio de un maharajá. Y las habitaciones así lo atestiguan. Enormes, desde luego. Y hubiera sido perfecta de no haberse dejado la ventana abierta mientras llovía a cántaros. Todo el suelo estaba lleno de agua, tanta que tuvieron que darnos otra habitación quizás un poco más pequeña que la anterior pero en palabras del hombre “digna de un rey”.

Cenamos el grupo entero en el comedor del hotel, el que había sido el comedor de palacio, decorado como tal y sintiéndonos reyes y reinas. Los camareros nos colmaban de atenciones y, al hablar de las parejas de los reyes, uno de ellos casi sufre un colapso al saber que en España un hombre puede casarse con un hombre y una mujer con una mujer. No es posible, no es posible, me repetía en inglés. Y yo le insistía en que sí era posible.

La cena fue muy buena aunque más o menos igual que siempre (pasta, arroz blanco, patatas condimentadas, plátanos, gulab jamun, etc). Y después nos ofrecieron (eso sí, al final pidieron propina) un espectáculo de marionetas, muy típico en ese país, en uno de los patios del palacio.

1 comentario:

  1. Qué interesante lo que cuentas aquí. Me ha llamado especialmente la atención lo de la decoración de las paredes, mezclando motivos antiguos y modernos, eso ha de ser como para verlo más que como para contarlo. Tampoco sabía por qué se consideran sagradas las vacas, otro dato más para "wiSILpedia", como alguien tuvo el morro de llamarme una vez, jeje.

    ¡Te sigo leyendo!

    PD. Cómo se nota que viajabas con un cuadernito, tomando notas, ¡así se hace! Debería tomar ejemplo de eso.

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