Salimos del hotel a las ocho de la mañana para ir hacia Jodhpur. Tardamos en llegar casi cinco horas con una parada en medio para estirar las piernas y para hacer lo que el guía de un viaje a Alemania llamaba “parada técnico hidráulica”. Llegamos, pues, al hotel casi a la una y casi sin pisar las habitaciones nos fuimos directos al comedor porque salíamos a las tres para hacer una visita.
En el restaurante pude darme cuenta de lo lentos que son los indios para servirte porque nunca he esperado tanto por una pizza. Eso sí, en su favor diré que me dejaron escoger los ingredientes (tomate, champiñones y jamón) y que era enorme, tanto que creí que iba a ser incapaz de comerme las dos enormes bolas de helado de chocolate que me trajeron después.
A la hora prevista salimos, acompañados de un guía local, para hacer la visita a la ciudad. En primer lugar subimos una montaña hasta llegar al Jaswant Thada, el cenotafio del maharajá Jaswant Singh II que reinó a finales del siglo XIX. Es curioso que a día de hoy todavía se siga creyendo que el rey tenía poderes curativos y se le siga venerando como si fuera un dios. Lo único (y ojo, es importantísimo) que hizo el buen hombre fue ordenar construir innovadores sistemas de irrigación.
El edificio, de un mármol blanco inmaculado y traslúcido en algunos puntos, está lleno de retratos de los marahajás y destaca una especie de altar con la imagen de Jaswant Tada donde se le dejan las ofrendas. Un aviso a los visitantes. Al tratarse de una persona venerada, para penetrar en el templo uno debe descalzarse. Y se debe hacer ya antes de empezar a subir las escaleras. Quien avisa no es traidor. Resbala muchísimo.
Alrededor del edificio principal se alzan los crematorios de esposas, concubinas y sucesores así como del mismísimo Jaswant Thada.
Más tarde continuamos la ascensión a la colina para llegar al Fuerte Mehrangarth. Se dice de él, quizás por su situación sobre un peñasco de 125 metros de altura, que es el más majestuoso de Rajasthan. Desde luego es impresionante e incluso el famoso escritor Rudyard Kipling habría quedado atrapado por su belleza pues dijo de él “obra de ángeles, hadas y gigantes”. Fue mandado construir por Rao Jodha a mediados del siglo XV en piedra arenisca y ampliado con posterioridad. Admiramos las numerosas salas así como las imponentes murallas. Para subir desde la entrada lo hicimos en un ascensor (quizás algo pequeño para la cantidad de visitantes) y bajamos caminando. En uno de los patios se conserva el Shringar Chowk, el trono de mármol blanco donde se han coronado a los maharajás. No dista demasiado de los otros tronos que hemos podido ver pero eso no quita su belleza.
El fuerte es un museo en sí mismo y la visita es más que obligada. Por cierto, si el visitante se fija bien en el suelo podrá ver las ranas (o sapos) más pequeños que haya visto en su vida en un número muy abundante.
A lo lejos por el camino pudimos intuir el Umaid Bhavan Palace, un inmenso palacio de arenisca rosada y crema, mandado construir por el maharajá Umaid Singh en 1929 (dicen que para dar trabajo a la población en época de hambrunas). Un descendiente suyo todavía vive en una zona del palacio mientras el resto (como en muchas partes de la India) se ha dedicado a museo y a hotel de lujo.
Desde el fuerte nos trasladamos a la cercana Mandore, a unos 9 kilómetros al norte de lan ciudad. Mandore fue la capital de los reyes de la zona hasta el siglo XV, cuando Rao Jodha decidió trasladarla a Jodhpur. Allí se conservan los rojizos cenotafios de los primeros gobernantes así como una galería de deidades y héroes, 15 estatuas de tamaño natural labradas en la roca y coloreadas. Pero sin duda lo que a todos nos llamó más la atención fue la infinidad de monos que habitan allí en completa libertad. Perqueños, medianos y grandes campan a sus anchas, te miran al pasar y comen lo que cogen o lo que les den mientras descansan en los bancos de piedra o en el suelo. Por cierto, puedo garantizar que no les gusta mucho que te acerques a ello. Lo intenté con un macho dominante, siempre manteniendo una distancia prudencial y con el simple objetivo de hacer una foto, y acabó mostrándome sus larguísimos y afilados colmillos. Quizás por eso una parte de las mujeres del grupo tenían miedo en esa visita.
Para terminar la jornada el guía local decidió que volviéramos a la ciudad y cogiéramos unos tuc tucs para ir a dar un corto paseo por el centro. Paramos junto a la torre del reloj erigida en 1912 para recorrer a pie el Sardar Bazaar, que ya habíamos visto desde lo alto del fuerte. Sin duda se trata de uno de esos mercados coloridos que hay en estas ciudades aunque a esas horas muchos ya estaban recogiendo. Llamaban la atención las especias y las abundantes tiendas de telas de vivaces colores. Por cierto, hablando de color. A Jodhpur la denominan la ciudad azul y pude darme cuenta de por qué cuando estaba en lo alto de la fortaleza. Un buen número de las casas de la ciudad están pintadas de azul y ofrecen una preciosa estampa. Las primeras casas fueron pintadas así por sus dueños, que eran brahmanes, la casta más alta, para homenajear al dios Shiva, que tiene el cuerpo azul, pero sobre todo para indicarles a los habitantes de castas más bajas que no podían acercarse. Ahora todo el que quiera puede pintar su casa de ese color. Otras razones del azul son mantener las casas frescas y, dicen, repeler a los mosquitos, que no me cabe duda que debe haber en cantidades astronómicas. Las estadísticas dicen que en verano en Jodhpur, la puerta del desierto del Thar, se alcanzan los 45 ó 50º.
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