Una sombra se deslizó entre los muros del monasterio. La noche, oscura como boca de lobo, le ayudaría en su propósito
Hacía tiempo que estudiaba los movimientos de los monjes y sabía que a esa hora dormían a pierna suelta. La puerta había cedido fácilmente así que alcanzar la iglesia y dar con la arqueta sería cosa de niños.
Hacía siglos que la reliquia se conservaba en ese monasterio.
Se dice que san Atafumanasio, mártir del siglo I, murió quemado en una parrilla, después de sufrir diversas atrocidades. No obstante, su cuerpo no se carbonizó. Se dice también que en el momento de la cremación el dedo corazón de la mano derecha del santo quedó estirado y rígido. Sus seguidores rescataron el cuerpo y lo enterraron en plena noche pero con el paso del tiempo se perdió la pista del lugar exacto.
Algunos siglos más tarde, unos niños que jugaban cayeron en un pozo. No sufrieron más que algunas magulladuras pero encontraron un sepulcro que tenía escritas las siguientes palabras: “Hic Sancti Atafumanasius est".
Los familiares de los niños, alertados por sus gritos, acudieron al lugar y, al ver el sepulcro, corrieron a avisar a los monjes del monasterio cercano. Estos, sorprendidos, fueron al llamar al obispo y fue él quien determinó solemnemente: “Hemos encontrado la tumba perdida del santo”.
Por si aún tenían dudas, éstas se disiparon al levantar la tapa. El cuerpo de un anciano venerable, bañado en santidad, les contemplaba desde dentro mientras uno de los dedos de su mano derecha se levantaba estando ésta cerrada.
Algunos maridos taparon los ojos de sus esposas pues el gesto, aunque hecho por un santo, les parecía que era demasiado obsceno.
La noticia del encuentro se convirtió pronto en la novedad a comentar en los corrillos y tertulias y el nombre del obispo Vaquistafio se hizo célebre por ser el descubridor del sepulcro.
De los niños nadie más volvió a acordarse, ni siquiera sus padres. Felices y alterados por haber estado conviviendo durante tanto tiempo con los restos mortales incorruptos del santo, no recordaron que las criaturas estaban también dentro del pozo. Y como sea que comían demasiado y eran ruidosos al darse cuenta que faltaban decidieron que estaban mejor sin ellos.
Uno de los monjes que acompañaban al obispo, un joven muy vivo, quiso apuntarse a la gloria del descubrimiento y sacar con ello el mayor partido. Cuando nadie le veía, aprovechando que estaban todos dormidos, sacó un cuchillo que siempre llevaba oculto y subió al palanquín donde se transportaba el cuerpo del mártir.
Con una pizca de maña y un poco más de fuerza fue cortando el dedo en medio de la más absoluta oscuridad. Pero cometió el error de rebanarlo por la primera falange. Pronto se dio cuenta que en las manos le había quedado sólo un pedacito del ansiado tesoro pero al empezar a cortar de nuevo tuvo la mala suerte de que la segunda falange se desprendiera sola. Se agachó el joven para buscarla y no tardó en dar con ella. Pero entonces oyó unos ruidos, se asustó y salió de allí como alma que lleva el diablo, perdiendo la primera falange en la carrera.
A partir de ahí las crónicas se hacen muy confusas. Se dice que el obispo Vaquistafio y los suyos se acabaron ahogando en el río. Sea como sea nunca más se supo del cuerpo incorrupto del santo. Con el tiempo fueron aparecieron pedacitos tales como el lóbulo de su oreja o la nariz.
¿Y qué fue del ladronzuelo y la segunda falange del dedo corazón?. Pues tampoco se sabe a ciencia cierta. Hay quien dice que cuando iba a venderla al mejor postor ésta empezó a moverse sola, haciendo un signo de negación. Entonces el monje, habiendo recuperado la fe perdida o adquiriendo la que nunca tuvo, habría decidido fundar un monasterio donde se venerara la reliquia del santo. Muchos son los que han querido ver en los rasgos del primer abad los del ladrón de dedos tiesos.
La sombra abrió la puerta. Hacía poco que los monjes la había engrasado y ya no emitía aquel desagradable chirrido que había escuchado tiempo atrás. La suerte, en ese sentido, había jugado a su favor.
A los pies de la nave norte del templo se había edificado una capilla, la más rica en ornamentación, para albergar la arqueta con los restos del santo. O con lo poco que había quedado de él.
No había nadie que no supiera el lugar exacto y la sombra pensó que lo raro era que los monjes fueran tan confiados. Pero eso era muy poco importante ahora. Con la reliquia bien cogida salió de allí tan sigilosamente como había entrado.
Había recorrido ya varias leguas cuando quiso deleitarse con la visión de lo robado. Contempló primero satisfecho el cofrecillo de plata y piedras preciosas, simple menudencia en comparación con lo que albergaba. Para su sorpresa no fue difícil abrirlo. Ni claves secretas ni resortes ocultos. Aunque no hacían falta porque la arqueta guardaba sólo una hermosa pata de pollo.
-¿Robada?- exclamó el príncipe Lacasito.
- Robada- le respondió Amicus Íntimez, un joven caballero que le acompañaba en todas sus aventuras. O que hubiera querido acompañarle en ellas porque desde que se había casado con aquella pesada de Geberga el pobre Lacasito apenas si podía salir del castillo. Esa situación era casi más deprimente que cuando vivía con la bruja de su madre.
El rostro del príncipe se iluminó. Estaba deseando tener una excusa para apartarse de Geberga aunque sólo fuera una temporada. La pobre llegaba a ser bastante cansina. “Lacasito, no hables tan fuerte”, “Lacasito, bebe menos vino que acabarás con cirrosis hepática”, “Lacasito, ¿quieres que te cante?”. Ya estaba bien de permanecer bajo sus faldas. Necesitaba acción.
- Si la reliquia ha sido robada- dijo- necesitarán a alguien que la recupere.
Amicus sonrió satisfecho pero pronto cayó en la cuenta de un detalle que parecía haberles pasado por alto a ambos.
- ¿No estaba en un monasterio que pertenece al reino vecino y enemigo del de rey Campechano?.
-¡Es cierto!- exclamó Lacasito, dándose un pequeño golpecito en la frente.
- No imagino lo que pensarán Geberga y su padre si ven que vais en ayuda del rey Parsimonioso. No creo que les haga demasiada gracia.
No, desde luego que no se la haría, pensó Lacasito. Geberga se enfadaría muchísimo y en ese estado era aún mucho más insoportable. ¿Y qué decir de su padre?. Aunque quizás si se planteaba bien el asunto no fuera tan grave...La reliquia les había sido robada a los monjes y siempre podría decir si alguien le preguntaba que lo hacía todo para ayudar a la Iglesia.
- Iremos a buscarla- dijo con determinación y una buena dosis de alegría.
Durante un par de días estuvo pensando una buena excusa. Si se marchaba del castillo tenía que decirle a Geberga a dónde iba. Pero nada de lo que se le ocurría era bastante convincente. La rubia princesa de la voz de pito era demasiado lista y le acababa descubriendo siempre cuando le explicaba una mentira.
Así que optó por la mejor de las salidas. Irse sin decir nada. ¿Quién sabe?. Se enfadaría mucho pero quizás cuando él volviera de su aventura ya habría otro que cargara con ella.
De madrugada, cuando todo el reino dormía y el sol estaba aún en el primer sueño, Lacasito y Amicus Íntimez salieron del castillo.
- ¿Quién vive?-preguntó el guardián de las murallas, siempre atento a quien entraba pero también quien salía-. Las puertas están cerradas.
- - Soy tu señor- dijo Lacasito en voz baja-. Abre la puerta. Presto.
Y el guardia, que tenía el oído algo teniente, respondió:
- Señores Abrela y Presto, ¿qué les lleva fuera de la ciudad a estas horas?.
Los dos se miraron y sonrieron.
- Vamos a coger caracoles al bosque. Como ayer llovió... –dijo Amicus-. No queremos quedarnos sin ellos por ser perezosos.
- A quien madruga Dios le ayuda- respondió el guardia, abriendo la puerta-. Buena caza, señores.
Y así es como pudieron salir sin que nadie les descubriera.
Llevaban mucho tiempo cabalgando cuando el trasero de Amicus empezó a sentir ciertas molestias.
- ¿No creéis, amigo mío, que deberíamos hacer una pausa?- dijo.
- No hay tiempo que perder- exclamó a su vez Lacasito-. Tenemos que recuperar la falange del santo.
- Sí, sí, si eso ya lo sé. Pero puede esperar un poquito más.
Lacasito miró a su amigo.
- ¿No estaréis cansado?.
- No- respondió el otro-. Cansado no.
- Entonces prosigamos.
- Pero mi caballo sí-se le ocurrió decir-. Mirad qué carita tiene el pobre. Si no se aguanta derecho.
- Pues vaya caballo que tenéis- se quejó el príncipe-. Está bien. Pararemos aquí mismo.
Descabalgó, ató las riendas de su corcel al tronco de un árbol y fue a sentarse a una piedra enorme que había por allí.
- Amicus, venid aquí y sentáos.
El joven, que desde que había puesto en el suelo no hacía otra cosa que ir medio dolorido buscando hojas para hacer un asiento más mullido, al oír mencionar a la piedra puso cara de pocos amigos.
- Me gusta estar de pie- alegó como excusa.
- Pero ¡cómo!-exclamó Lacasito, levantándose y yendo en su búsqueda-. Venid a sentaros en la piedra.
- Que no, que no hace falta, gracias.
Pero Lacasito ya le había llevado hasta allí y dado un empujón que le hizo caer sentado sobre tan incómodo y duro lugar.
- Ayyyy- se quejó Amicus.
Y las risas de Lacasito, que hacía rato que sospechaba lo que pasaba, les acompañaron toda la tarde.
El abad era un hombre entrado en años, calvo, barrigón y con un diente larguísimo que le impedía mantener la boca cerrada. Si Lacasito había creído que recibiría su ofrecimiento de ayuda con entusiasmo se equivocaba. El abad fue muy frío.
- Puedo hacer que la reliquia vuelva al lugar a donde pertenecía-seguía insistiendo el príncipe y a todo el abad le respondía con un inexpresivo “mmm”.
Algo más tarde el hermano Bernardito, el encargado de la cocina, les explicó que cuando el abad decía “mmm” es que estaba encantado con la idea.
- Pues cómo debe ser cuando algo no le guste. O cuando le sea indiferente- le dijo luego en privado Amicus a Lacasito.
Así pues, teniendo en cuenta que parecía que el abad les había dejado vía libre para buscar reliquia y ladrón, se pusieron manos a la obra.
- ¿Quién podía saber que la reliquia se guardaba en ese lugar?-le preguntó Lacasito al hermano cocinero-. Tenemos que empezar acotando las posibilidades.
- Todo el mundo lo sabe- fue la respuesta del monje.
- Entonces empezaremos por investigar a todo el mundo- dijo el príncipe.
Como era algo desconfiado, fue interrogando a todos los monjes para cerciorarse de si sabían o no dónde se guardaba la reliquia. Y como era natural todos respondieron que sí.
- Ha sido un monje-le dijo a Amicus-. Cualquiera de ellos.
Amicus, que no era demasiado listo pero tampoco demasiado tonto, se puso a pensar un rato. Se rascó la cabeza, se rascó el cuello, se rascó un brazo, se rascó el culo... Vamos, se rascó por todo el cuerpo pero no porque le picara sino porque así pensaba mejor, y al cabo de un buen rato que a Lacasito se le hizo eterno respondió:
- ¿Y por qué iban a robarla si ya la tenían?.
- Ah, amigo- contestó el príncipe-. Eso es un misterio.
El rey Parsimonioso se incorporó, el rostro morado y los puños crispados.
- ¿Una pata de pollo?- exclamó-. ¿Una asquerosa pata de pollo?.
La figura se movió un poco entre las sombras, incómoda.
- No sé cómo ha podido ocurrir, Majestad. Pero lo único que se me ocurre es que los monjes han guardado la reliquia en lugar seguro.
- ¿Y no se suponía que érais el mejor ladrón de los contornos?- exclamó el rey-. Vuestra misión era dar con la falange, estuviera donde estuviera, y traérmela. Y eso es lo que quiero que hagáis. ¡Quiero la falange!.
El rey Parsimonioso gritaba como un poseso, sin importarle si le escuchaban. En su reino mandaba él y si deseaba tener la reliquia, la tendría. No tenía por qué arrepentirse de eso. Ni siquiera sentirse culpable.
- ¡Quiero la falange!- repitió-. Y la quiero ya.
La sombra se removió de nuevo.
- Se hará lo que mandéis, Majestad.
Y sin decir más salió de la sala, un poco incómodo por si volvía a fallar al rey.
- Esto no está bien.
A Amicus, eso de registrar las dependencias personales de los monjes, le incomodaba. Para él no dejaban de ser hombres muy cercanos a Dios y entrometerse de ese modo en sus vidas le parecía obsceno.
- Acabad pronto, amigo mío. Si nos descubren...
- Si nos descubren, diremos que estamos buscando la reliquia. O pistas de su paradero- respondió Lacasito con tranquilidad, sacando un vestido de mujer de debajo de uno de los catres de los monjes-. ¿Será suyo o de una amiga?- preguntó.
La sombra rondaba el monasterio una vez más. Su caballo estaba tan inquieto como él y alguna que otra vez estuvo a punto de tirarle al suelo. Era una de esas noches de luna nueva en la que todo está oscuro (ya se verá que en este cuento las noches siempre son así) e incluso un hombre como la sombra tenía miedo.
Desde su posición privilegiada vio como se abría a medias la puerta y salía una figura. Se movía con discreción, agazapándose de vez en cuando, como si alguien pudiera verle la cara con tan poca luz. A la sombra esa figura le llamó poderosamente la atención, ya fuera por lo avanzado de la hora, ya por lo extraño que resultaba su comportamiento. Bien podía tratarse de un ladroncillo de poca monta o de un monje que tenía algún oscuro secreto que le obligaba a abandonar el monasterio a esas horas. Pero sea como sea que a la sombra le gustaba el misterio y, sobre todo, descubrir lo que había tras él, decidió que tenía que descubrir quién era el misterioso embozado.
Espoleó a su caballo y siguió a la figura a una distancia prudencial. Mientras, dentro del monasterio, Lacasito bebía un vaso de leche recién ordeñada mientras se lamentaba de su mala suerte.
- No lo entiendo- le decía a Amicus-. Estaba seguro de encontrar algo en el dormitorio de los monjes. Algo que pudiera incriminar a alguno de ellos. Algo, lo que sea...
- Pues ya veis que no ha sido así- respondió el amigo, feliz de que las cosas se hubieran dado al fin como él esperaba. ¿Dudar así de gente de bien?. Algunas veces no comprendía en absoluto al príncipe.
La figura llegó hasta el río, donde le estaba esperando un barquero medio adormilado. Sin decirle ninguna palabra, sólo despertándole con un vigoroso movimiento en el brazo, la figura subió a bordo y emprendieron la marcha a través del río, hasta la otra orilla.
Un obstáculo en su camino, pensó la sombra, pero tan nimio que no iba a detenerle. Sabía que un poco más allá unas enormes piedras emergían del río y servirían de puente improvisado por el que su caballo y él cruzarían. Y así lo hizo, con tanta pericia y celeridad que, cuando llegó al otro lado, el desconocido estaba desembarcando.
La sombra se mantuvo a una distancia prudencial. No quería ser descubierto cuando era él quien se suponía que estaba allí para descubrir. El desconocido le murmuró algo al barquero y se alejó, caminando a toda prisa, adentrándose en el bosque. Y allí le siguió el otro, cada vez más intrigado pero imaginando que allí se cocía algo muy turbio.
El bosque estaba en silencio, tanto que la sombra hizo verdaderos esfuerzos por contener ese pedo que amenazaba con salir. Definitivamente no había sido un buen día para comer alubias.
El desconocido se detuvo junto a un pino de tres ramas y se apoyó en el tronco del árbol, como si esperara a alguien, así que a la sombra no le quedó más remedio que detenerse también a la espera de nuevos acontecimientos. Sentía que su cuerpo tenía una vida interior muy intensa pero sabía que podía aguantar hasta que todo aquello hubiera terminado. No le quedaba más remedio.
Por suerte habrían pasado apenas cinco minutos cuando otra figura, completamente cubierta con una capa, apareció en escena. Venía acompañada de otras tres figuras que se quedaron en un segundo plano.
Dijeron algo que la sombra fue incapaz de oír y el desconocido que había salido del monasterio rebuscó por entre sus ropas y sacó algo que entregó al recién llegado.
Y entonces ocurrió lo que nunca debería haber ocurrido. En el preciso momento en que se producía el intercambio de dueño del misterioso objeto, si es que era un objeto, un pedo sonoro e inconsciente rompió el silencio de la noche e hizo partícipes a los demás de la presencia de la sombra. El recién llegado hizo un movimiento brusco y la capucha que llevaba sobre la cabeza se le cayó, dejando a la vista (sí, ya sé que no había luz, pero es que resulta que los muy brutos llevaban unas teas para iluminar el camino y el resplandor de una de ellas le dio directamente en el rostro) la figura del rey Campechano.
Los acompañantes del rey no tardaron en rodear a la sombra, impidiendo su huída.
- Le tenemos, Majestad- gritó uno de ellos.
- No grites, ignorante- le regañó el rey-. ¿O es que quieres que todo el mundo se entere de que estoy aquí?.
- No hay nadie más, Majestad- dijo el hombre.
- Pero ¿te quieres callar?- dijo a su vez el suegro de Lacasito-. Si yo digo que puede haber alguien más, no se me discute. Traedme al espía.
Los tres hombres arrastraron a la sombra frente al rey Campechano y fue él mismo quien quiso desenmascarar a quien había descubierto su presencia en un bosque perteneciente al reino enemigo a esas horas de la noche. Y por primera vez en este cuento vamos a ver quién o qué se esconde detrás de la misteriosa y sigilosa sombra (bueno, vale, cualquiera puede tener gases en un momento determinado). Con la rapidez del rayo retiró la capa y se encontró frente a frente con el hombre más hermoso que hubiera visto en su vida. Aunque su yerno Lacasito estaba considerado como un verdadero sex symbol, no podía compararse con la belleza que irradiaba el rostro del desconocido. Pero lo que realmente llamó la atención del rey Campechano fueron sus orejas puntiagudas y los ojos penetrantes, como los de un gato.
- ¡Es un elfo!- exclamó el ser que había salido del monasterio y cuya voz la sombra reconoció fácilmente como la del abad.
- No- respondió él con una voz dulce, fría y cantarina-. Soy un medio elfo. Mi madre era una elfa y mi padre humano. Para mi desgracia- añadió- sólo tengo de elfo este aspecto que veis.
El rey Campechano se quedó pensativo unos segundos al cabo de los cuáles dijo:
- No importa demasiado si sois elfo o medio elfo puesto que vais a morir. Pero antes decidme. Tengo derecho a satisfacer mi curiosidad. ¿Cómo os llamáis y quién os envía a espiarnos?.
La sombra miró frente a frente al rey y respondió:
- Podéis matarme, si queréis, pero no diré quién me paga. Ni aunque me torturéis brutalmente para sacarme la información.
Entonces uno de los soldados del rey colocó un puñal en una de las orejas del medio elfo. Al notar éste la fría hoja en la punta de su oreja, sus hermosos ojos verdes se llenaron de lágrimas.
- Por favor- suplicó-. Mis orejitas no. Que me sirven para conquistar a las damas- pobre infeliz, de todos modos. ¿De qué le servirían las orejas si le iban a matar?-. Las orejitas no- repitió al sentir que el puñal se le clavaba un poco.
- ¿Diréis vuestro nombre y quién os envía?- dijo el rey.
- Sí, sí. Pero, por favor, dejad mis orejas enteras- susurró-. Me llamo Erestor Ar-Feiniel.
- ¿Y quién os paga?.
- El rey Parsimonioso.
- Parsimonioso- repitió el rey.
- Parsimonioso- repitió el abad.
- Su Majestad desea la reliquia de San Atafumanasio. Pero alguien la ha robado antes de que yo pudiera hacerlo. Entré en el monasterio hace unas noches y robé la arqueta donde supuestamente se encontraba. Pero al abrirla sólo encontré una pata de pollo.
El abad se puso a reír.
- ¿No lo encontráis gracioso?- dijo.
- No mucho- respondió Erestor.
- Bueno, basta de charla- dijo a su vez el rey Campechano-. Ahora vais a morir.
- Un momento- los ojos del medio elfo recobraron su brillo inicial-. Antes quiero saber dónde está la reliquia de San Atafumanasio.
- ¡Aquí!- exclamó el rey, sacando un pequeño fardo que hacía un momento le había entregado el abad-. Y por fin es toda mía.
- Os equivocáis- dijo Erestor-. Es mía- y con un rápido movimiento se la arrancó a Campechano de las manos. Luego, ágil como un gato, se escabulló entre los matorrales.
Ese acto del medio elfo les dejó a todos un poco fuera de combate por un rato. Hasta que fueron conscientes de lo que había ocurrido. El ser de las orejas de punta les había engañado para que le mostraran la reliquia y luego se la había quitado delante de sus narices.
- ¡Nadie engaña al rey Campechano!- exclamó-. Traedme la falange del santo. Y a ese medio elfo. Voy a hacerme un estofado con sus orejas.
Los hombres del rey corrieron en la dirección por la que habían visto que huía el ladrón pero no fueron capaces de dar con él. Estaba ya demasiado lejos.
Como Lacasito no encontraba consuelo para su fracaso, Amicus decidió que lo mejor que podían hacer era salir a tomar el aire. Quizás así se despejaría. Aunque la verdad es que él también estaba algo desencantado. El Lacasito de antes no hubiera dejado títere con cabeza, hubiera removido cielo y tierra hasta encontrar la reliquia. Pero el de ahora, el Lacasito casado y sometido a esa loca de Geberga, no daba pie con bola. ¿Dónde habían quedado las aventuras de antaño?.
Los dos amigos salieron del monasterio, Lacasito arrastrando los pies y al borde del llanto.
- Soy un fracasado- se lamentaba-. No se me ocurre nada. Ya no sé dónde buscar.
Caminando, caminando habían llegado a la orilla del río y se habían sentado en una piedra. Mientras Lacasito lloriqueaba, Amicus fingía escucharle pero miraba entorno a él. No deberíamos haber venido hasta aquí, pensaba. Este lugar me da muy mala espina. Y en esto que oyó un ruido, se levantó para mirar de dónde provenía y casi se dio de bruces con un caballo que estaba atravesando el río pasando piedra sobre piedra.
- Ahhhh- gritó, asustado, Amicus.
- Ahhhh- gritó, asustado, el jinete.
- Ihhhh- relinchó el caballo.
- ¿Qué pasa?- dijo a su vez Lacasito, levantándose y con cara de despistado. De tanto tocársela y también un poco a causa del vientecillo nocturno la melena del príncipe se encontraba un tanto alborotada y el llanto desde hacía varias horas había hecho que los ojos se le hincharan. Vamos, que estaba hecho un adefesio. Al levantarse de aquel modo y con esas pintas y avanzar hacia el caballo hizo que éste se asustara y se encabritara, levantando las patas delanteras y apoyándose en las traseras, de tal manera que su amo tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no caer. Y lo consiguió. Pero no pudo evitar que el fardo que llevaba en la mano le cayera al agua.
Amicus, siempre tan solícito, al ver que algo le caía al jinete, quiso ser amable y se agachó a recogerlo pero quiso la suerte que al ir a coger el paquete éste se abriera mostrando un dedo huesudo de lo más carcomido que reconoció inmediatamente.
- ¡La falange!- exclamó.
- No puede ser de la falange- respondió Lacasito-. Aún falta mucho para que se funde.
- Noooo. La falange de San Atafumanasio- le corrigió Amicus.
- Ay, sí. ¿Dónde estará la falange?- se lamentó nuevamente el príncipe.
- Aquí, en mi mano.
Pero apenas si había dicho eso, cuando Erestor se la arrebató.
- Aquí, en la mía- dijo-. La falange me pertenece.
Al ver tan cerca su objetivo Lacasito volvió a ser el mismo de antes. Desenvainó su espada y amenazó a la sombra, pues se había vuelto a cubrir y ahora no era más que eso una vez más.
- La reliquia pertenece al monasterio y allí ha de volver.
- Quitádmela si podéis- le retó la sombra.
Amicus se sentó nuevamente sobre la piedra. Por fin la cosa se ponía interesante.
Los dos cruzaron sus aceros, teniendo Erestor mucho cuidado en no perder la falange en un movimiento brusco. Lacasito, que siempre que se había enfrentado a otro ser, fuera humano o no, había vencido, esa vez tuvo que reconocer que había dado con la horma de su zapato. La sombra era muy ágil y rápida y cada vez que esquivaba una de sus embestidas reía. En eso estaban cuando vieron que se acercaban cuatro caballos a toda prisa.
- Ha sido un placer luchar contra vos- dijo la sombra-. Pero ahora debo irme.
Y de un salto subió a lomos de su caballo.
- No sólo vos y yo queremos la reliquia como veis.
Y huyó todo lo rápido que pudo. Lacasito, que se había quedado sorprendido por la actitud de su contrincante, tuvo el tiempo justo para apartarse antes de ser arrollado por los caballos. Uno de ellos, el más rezagado, al ir cargado con dos hombres en lugar de uno, perdió el equilibrio y cayó al agua, tirando a sus dos jinetes. Uno de ellos lanzó un improperio y se puso en pie como pudo, completamente empapado. A Lacasito esa postura de piernas un tanto abiertas y arqueadas, culo echado hacia atrás y aspecto de ir siempre medio cagado le resultó familiar.
- ¿Suegro?- dijo.
- ¿Lacasito?- dijo a su vez el rey Campechano, esperando encontrar a cualquiera por esos contornos menos a su yerno.
- ¿Qué estáis haciendo aquí?.
- ¿Y vos?. ¿No se suponía que deberíais estar cuidando de mi hermosa hija y haciendo lo posible por darme nietos?.
- He venido a buscar la reliquia de San Atafumanasio- respondió el príncipe, atusándose los cabellos-. Cuando supe que la habían robado, pensé que era mi oportunidad para volver a vivir una aventura. Hasta el momento no había tenido mucha suerte en mis investigaciones. Pensé que alguno de los monjes podía estar implicado.
- Y no estabais errado- dijo el abad, poniéndose en pie-. Yo mismo la robé para vendérsela a vuestro suegro.
- Pero ¿por qué?.
- Pues en mi caso, ha sido por dinero- respondió el abad-. Tengo caprichos caros y el monasterio no dispone de mucho capital.
- ¿Y en el vuestro, suegro?.
- Es privado- respondió Campechano.
- No hay secretos en la familia. O no debería haberlos. Es que no lo comprendo. La reliquia jamás podría exponerse en vuestro reino.
- Es que la quiero para mí- dijo el rey, avergonzado-. Tengo un problemilla que dicen que la reliquia puede solucionar.
- ¿Y qué problemilla es ése?- tanto el abad como Lacasito como Amicus estaban deseando saberlo.
- Hace años que sufro en silencio las hemorroides. Y dicen que para las hemorroides no hay nada como la reliquia. Colocándola en el cuarto de uno alivia el dolor y el picor a la vez que ejerce una función vasoconstrictora que reduce el escozor que producen.
- Pues deberéis empezar a buscar otro remedio- respondió Lacasito, intentando reprimir la risa-. Ése a quien los vuestros persiguen debe estar ya muy lejos.
- En el castillo de Parsimonioso- respondió el abad.
- Lacasito, id tras él y traed el remedio para mi trasero real- le suplicó el rey.
- Con una condición- dijo el príncipe-. Cuando estéis curado, devolveréis la reliquia al monasterio, que es donde debe estar. Tranquilo, abad. Cobraréis vuestro dinero.
- Trato hecho- dijo el rey.
- Por mí perfecto- dijo el abad.
Así pues el príncipe tomó prestado el caballo de su suegro y cabalgó hasta el castillo del rey Parsimonioso.
Erestor entró en el salón del trono con la sonrisa en el rostro. Había cumplido con su palabra y traía la segunda falange del dedo corazón de San Atafumanasio.
- ¡La reliquia!- exclamó el rey al verla por fin en su poder-. Erestor Ar- Feiniel, me habéis traído lo que os pedí y seréis recompensado.
- Ya os dije que lo haría, Majestad- respondió él, manteniéndose entre las sombras-. Aunque no ha sido fácil. El rey Campechano también va tras ella.
- Campechano- dijo el rey, torciendo el gesto-. Siempre pretende quitarme lo que es mío. Ya lo hizo con Macadamia y ahora pretende hacer lo mismo con la reliquia. Pero no lo conseguirá.
Es que resulta que Parsimonioso y Macadamia estaban enamorados de jóvenes pero como sea que los padres de la princesa y el príncipe Campechano les habían prometido de niños no tuvieron más remedio que separarse. Tal era su amor por ella que Parsimonioso no se había casado, incapaz de querer a ninguna otra, y siempre había odiado a Campechano.
- Me privó para siempre de su carita de pan. Pero no me quitará la reliquia del santo. Nunca.
- Él no pero yo sí- Lacasito, acompañado por los tres soldados de su suegro, había conseguido entrar en el castillo, cosa harto difícil pero no imposible cuando se trata de un cuento y el protagonista debe ser guapo, valiente y poderlo hacer todo la mar de bien.
- De nuevo vos. ¡Qué cansino sois!- exclamó Erestor, saliendo de las sombras.
- ¡No!- gritó Lacasito-. La cansina es mi esposa, la princesa Geberga. Yo soy… simplemente encantador- añadió con un movimiento de melena que dejó a todos estupefactos. A todos menos a Erestor, que sintió arcadas al ver tanta tontería junta.
- Rey Parsimonioso, dadme la reliquia del santo- dijo Lacasito, yendo hacia él.
- No.
- Dádmela.
- No, no.
- Os digo que me la déis.
- Pero, a ver si nos entendemos, guapito de cara- le dijo el medio elfo-. ¿Es que los pelos se os han metido en las orejas de tanto meneo y no oís?. Os ha dicho que no.
- Y yo digo que sí- dijo Lacasito, avanzando un poco más hacia el rey. Éste, que llevaba la reliquia en la mano, la apretó contra su pecho.
- No me la quitéis, por favor. Me hace mucha falta. Me hace pupita.
El medio elfo miró al rey. La verdad es que no sabía por qué había robado la reliquia pero siempre había creído que debía de haber algún motivo de peso. Pero ¿pupita?.
- Sí- dijo el rey, al ver que todos le miraban raro-. Quería la falange del santo porque… porque…- cerró los ojos-. Hace años que sufro en silencio las hemorroides. Y dicen que para las hemorroides no hay nada como la reliquia. Colocándola en el cuarto de uno…
- Alivia el dolor y el picor a la vez que ejerce una función vasoconstrictora que reduce el escozor que producen- añadió Lacasito.
- ¿Hemorroides?- las orejas de Erestor se pusieron erectas-. ¿He pasado noches en vela, he aprendido todos los movimientos de los monjes, he luchado, corrido peligro, he robado sólo porque tenéis almorranas?.
- Sí- respondió el rey, medio avergonzado.
- Hale, perfecto. El tío tiene el culo irritado y me hace robar la reliquia de un santo.
- Si os sirve de consuelo- le dijo Lacasito- mi suegro la quiere para lo mismo.
- Hala, venga- exclamó Erestor-. Todos los culos reales sufriendo en silencio las hemorroides. He equivocado la profesión. Si fabrico un producto para eliminar el picor, me forro, vamos. Me forro.
- El caso es- dijo Lacasito con sensatez- que ambos reyes, Majestad, sufrís del mismo mal y queréis la reliquia de San Atafumanasio para sanaros. ¿Qué tal si la usáis vos una temporada y cuando os curéis se la cedéis a mi suegro?. Luego, una vez los dos cu… las dos partes nobles sanadas, podéis devolverla al monasterio, de donde nunca debió salir.
El rey Parsimonioso se quedó un rato pensativo. Luego sonrió.
- Me gusta pensar que Campechano tiene estos dolores en el ano. Ay ay… jajajaja.
Pero nada más decir eso, la falange, como si tuviera vida propia, saltó de su mano hasta el suelo y fue dando saltitos hasta donde se encontraba Lacasito.
- Me temo que la falange no quiere estar con vos en esas condiciones. Tendréis que ceder. Claro, que quizás no os duele tanto…
Un gemido del rey precedió a su susurro:
- Está bien… La usaré yo y cuando me cure podréis venir a buscarla para vuestro suegro. Y en cuanto a vos, Erestor… ¿Erestor?.
Pero el medio elfo, avergonzado por el ridículo que había tenido que hacer, había desaparecido como por arte de magia, sin cobrar ni nada.
Y las cosas se hicieron como Lacasito proponía. Los dos culos reales sanaron y la falange regresó al monasterio de donde nunca debería haber salido.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado. Y por San Atafumanasio juro que no he tomado sustancias extrañas que me hagan escribir semejantes locuras.
Hacía tiempo que estudiaba los movimientos de los monjes y sabía que a esa hora dormían a pierna suelta. La puerta había cedido fácilmente así que alcanzar la iglesia y dar con la arqueta sería cosa de niños.
Hacía siglos que la reliquia se conservaba en ese monasterio.
Se dice que san Atafumanasio, mártir del siglo I, murió quemado en una parrilla, después de sufrir diversas atrocidades. No obstante, su cuerpo no se carbonizó. Se dice también que en el momento de la cremación el dedo corazón de la mano derecha del santo quedó estirado y rígido. Sus seguidores rescataron el cuerpo y lo enterraron en plena noche pero con el paso del tiempo se perdió la pista del lugar exacto.
Algunos siglos más tarde, unos niños que jugaban cayeron en un pozo. No sufrieron más que algunas magulladuras pero encontraron un sepulcro que tenía escritas las siguientes palabras: “Hic Sancti Atafumanasius est".
Los familiares de los niños, alertados por sus gritos, acudieron al lugar y, al ver el sepulcro, corrieron a avisar a los monjes del monasterio cercano. Estos, sorprendidos, fueron al llamar al obispo y fue él quien determinó solemnemente: “Hemos encontrado la tumba perdida del santo”.
Por si aún tenían dudas, éstas se disiparon al levantar la tapa. El cuerpo de un anciano venerable, bañado en santidad, les contemplaba desde dentro mientras uno de los dedos de su mano derecha se levantaba estando ésta cerrada.
Algunos maridos taparon los ojos de sus esposas pues el gesto, aunque hecho por un santo, les parecía que era demasiado obsceno.
La noticia del encuentro se convirtió pronto en la novedad a comentar en los corrillos y tertulias y el nombre del obispo Vaquistafio se hizo célebre por ser el descubridor del sepulcro.
De los niños nadie más volvió a acordarse, ni siquiera sus padres. Felices y alterados por haber estado conviviendo durante tanto tiempo con los restos mortales incorruptos del santo, no recordaron que las criaturas estaban también dentro del pozo. Y como sea que comían demasiado y eran ruidosos al darse cuenta que faltaban decidieron que estaban mejor sin ellos.
Uno de los monjes que acompañaban al obispo, un joven muy vivo, quiso apuntarse a la gloria del descubrimiento y sacar con ello el mayor partido. Cuando nadie le veía, aprovechando que estaban todos dormidos, sacó un cuchillo que siempre llevaba oculto y subió al palanquín donde se transportaba el cuerpo del mártir.
Con una pizca de maña y un poco más de fuerza fue cortando el dedo en medio de la más absoluta oscuridad. Pero cometió el error de rebanarlo por la primera falange. Pronto se dio cuenta que en las manos le había quedado sólo un pedacito del ansiado tesoro pero al empezar a cortar de nuevo tuvo la mala suerte de que la segunda falange se desprendiera sola. Se agachó el joven para buscarla y no tardó en dar con ella. Pero entonces oyó unos ruidos, se asustó y salió de allí como alma que lleva el diablo, perdiendo la primera falange en la carrera.
A partir de ahí las crónicas se hacen muy confusas. Se dice que el obispo Vaquistafio y los suyos se acabaron ahogando en el río. Sea como sea nunca más se supo del cuerpo incorrupto del santo. Con el tiempo fueron aparecieron pedacitos tales como el lóbulo de su oreja o la nariz.
¿Y qué fue del ladronzuelo y la segunda falange del dedo corazón?. Pues tampoco se sabe a ciencia cierta. Hay quien dice que cuando iba a venderla al mejor postor ésta empezó a moverse sola, haciendo un signo de negación. Entonces el monje, habiendo recuperado la fe perdida o adquiriendo la que nunca tuvo, habría decidido fundar un monasterio donde se venerara la reliquia del santo. Muchos son los que han querido ver en los rasgos del primer abad los del ladrón de dedos tiesos.
La sombra abrió la puerta. Hacía poco que los monjes la había engrasado y ya no emitía aquel desagradable chirrido que había escuchado tiempo atrás. La suerte, en ese sentido, había jugado a su favor.
A los pies de la nave norte del templo se había edificado una capilla, la más rica en ornamentación, para albergar la arqueta con los restos del santo. O con lo poco que había quedado de él.
No había nadie que no supiera el lugar exacto y la sombra pensó que lo raro era que los monjes fueran tan confiados. Pero eso era muy poco importante ahora. Con la reliquia bien cogida salió de allí tan sigilosamente como había entrado.
Había recorrido ya varias leguas cuando quiso deleitarse con la visión de lo robado. Contempló primero satisfecho el cofrecillo de plata y piedras preciosas, simple menudencia en comparación con lo que albergaba. Para su sorpresa no fue difícil abrirlo. Ni claves secretas ni resortes ocultos. Aunque no hacían falta porque la arqueta guardaba sólo una hermosa pata de pollo.
-¿Robada?- exclamó el príncipe Lacasito.
- Robada- le respondió Amicus Íntimez, un joven caballero que le acompañaba en todas sus aventuras. O que hubiera querido acompañarle en ellas porque desde que se había casado con aquella pesada de Geberga el pobre Lacasito apenas si podía salir del castillo. Esa situación era casi más deprimente que cuando vivía con la bruja de su madre.
El rostro del príncipe se iluminó. Estaba deseando tener una excusa para apartarse de Geberga aunque sólo fuera una temporada. La pobre llegaba a ser bastante cansina. “Lacasito, no hables tan fuerte”, “Lacasito, bebe menos vino que acabarás con cirrosis hepática”, “Lacasito, ¿quieres que te cante?”. Ya estaba bien de permanecer bajo sus faldas. Necesitaba acción.
- Si la reliquia ha sido robada- dijo- necesitarán a alguien que la recupere.
Amicus sonrió satisfecho pero pronto cayó en la cuenta de un detalle que parecía haberles pasado por alto a ambos.
- ¿No estaba en un monasterio que pertenece al reino vecino y enemigo del de rey Campechano?.
-¡Es cierto!- exclamó Lacasito, dándose un pequeño golpecito en la frente.
- No imagino lo que pensarán Geberga y su padre si ven que vais en ayuda del rey Parsimonioso. No creo que les haga demasiada gracia.
No, desde luego que no se la haría, pensó Lacasito. Geberga se enfadaría muchísimo y en ese estado era aún mucho más insoportable. ¿Y qué decir de su padre?. Aunque quizás si se planteaba bien el asunto no fuera tan grave...La reliquia les había sido robada a los monjes y siempre podría decir si alguien le preguntaba que lo hacía todo para ayudar a la Iglesia.
- Iremos a buscarla- dijo con determinación y una buena dosis de alegría.
Durante un par de días estuvo pensando una buena excusa. Si se marchaba del castillo tenía que decirle a Geberga a dónde iba. Pero nada de lo que se le ocurría era bastante convincente. La rubia princesa de la voz de pito era demasiado lista y le acababa descubriendo siempre cuando le explicaba una mentira.
Así que optó por la mejor de las salidas. Irse sin decir nada. ¿Quién sabe?. Se enfadaría mucho pero quizás cuando él volviera de su aventura ya habría otro que cargara con ella.
De madrugada, cuando todo el reino dormía y el sol estaba aún en el primer sueño, Lacasito y Amicus Íntimez salieron del castillo.
- ¿Quién vive?-preguntó el guardián de las murallas, siempre atento a quien entraba pero también quien salía-. Las puertas están cerradas.
- - Soy tu señor- dijo Lacasito en voz baja-. Abre la puerta. Presto.
Y el guardia, que tenía el oído algo teniente, respondió:
- Señores Abrela y Presto, ¿qué les lleva fuera de la ciudad a estas horas?.
Los dos se miraron y sonrieron.
- Vamos a coger caracoles al bosque. Como ayer llovió... –dijo Amicus-. No queremos quedarnos sin ellos por ser perezosos.
- A quien madruga Dios le ayuda- respondió el guardia, abriendo la puerta-. Buena caza, señores.
Y así es como pudieron salir sin que nadie les descubriera.
Llevaban mucho tiempo cabalgando cuando el trasero de Amicus empezó a sentir ciertas molestias.
- ¿No creéis, amigo mío, que deberíamos hacer una pausa?- dijo.
- No hay tiempo que perder- exclamó a su vez Lacasito-. Tenemos que recuperar la falange del santo.
- Sí, sí, si eso ya lo sé. Pero puede esperar un poquito más.
Lacasito miró a su amigo.
- ¿No estaréis cansado?.
- No- respondió el otro-. Cansado no.
- Entonces prosigamos.
- Pero mi caballo sí-se le ocurrió decir-. Mirad qué carita tiene el pobre. Si no se aguanta derecho.
- Pues vaya caballo que tenéis- se quejó el príncipe-. Está bien. Pararemos aquí mismo.
Descabalgó, ató las riendas de su corcel al tronco de un árbol y fue a sentarse a una piedra enorme que había por allí.
- Amicus, venid aquí y sentáos.
El joven, que desde que había puesto en el suelo no hacía otra cosa que ir medio dolorido buscando hojas para hacer un asiento más mullido, al oír mencionar a la piedra puso cara de pocos amigos.
- Me gusta estar de pie- alegó como excusa.
- Pero ¡cómo!-exclamó Lacasito, levantándose y yendo en su búsqueda-. Venid a sentaros en la piedra.
- Que no, que no hace falta, gracias.
Pero Lacasito ya le había llevado hasta allí y dado un empujón que le hizo caer sentado sobre tan incómodo y duro lugar.
- Ayyyy- se quejó Amicus.
Y las risas de Lacasito, que hacía rato que sospechaba lo que pasaba, les acompañaron toda la tarde.
El abad era un hombre entrado en años, calvo, barrigón y con un diente larguísimo que le impedía mantener la boca cerrada. Si Lacasito había creído que recibiría su ofrecimiento de ayuda con entusiasmo se equivocaba. El abad fue muy frío.
- Puedo hacer que la reliquia vuelva al lugar a donde pertenecía-seguía insistiendo el príncipe y a todo el abad le respondía con un inexpresivo “mmm”.
Algo más tarde el hermano Bernardito, el encargado de la cocina, les explicó que cuando el abad decía “mmm” es que estaba encantado con la idea.
- Pues cómo debe ser cuando algo no le guste. O cuando le sea indiferente- le dijo luego en privado Amicus a Lacasito.
Así pues, teniendo en cuenta que parecía que el abad les había dejado vía libre para buscar reliquia y ladrón, se pusieron manos a la obra.
- ¿Quién podía saber que la reliquia se guardaba en ese lugar?-le preguntó Lacasito al hermano cocinero-. Tenemos que empezar acotando las posibilidades.
- Todo el mundo lo sabe- fue la respuesta del monje.
- Entonces empezaremos por investigar a todo el mundo- dijo el príncipe.
Como era algo desconfiado, fue interrogando a todos los monjes para cerciorarse de si sabían o no dónde se guardaba la reliquia. Y como era natural todos respondieron que sí.
- Ha sido un monje-le dijo a Amicus-. Cualquiera de ellos.
Amicus, que no era demasiado listo pero tampoco demasiado tonto, se puso a pensar un rato. Se rascó la cabeza, se rascó el cuello, se rascó un brazo, se rascó el culo... Vamos, se rascó por todo el cuerpo pero no porque le picara sino porque así pensaba mejor, y al cabo de un buen rato que a Lacasito se le hizo eterno respondió:
- ¿Y por qué iban a robarla si ya la tenían?.
- Ah, amigo- contestó el príncipe-. Eso es un misterio.
El rey Parsimonioso se incorporó, el rostro morado y los puños crispados.
- ¿Una pata de pollo?- exclamó-. ¿Una asquerosa pata de pollo?.
La figura se movió un poco entre las sombras, incómoda.
- No sé cómo ha podido ocurrir, Majestad. Pero lo único que se me ocurre es que los monjes han guardado la reliquia en lugar seguro.
- ¿Y no se suponía que érais el mejor ladrón de los contornos?- exclamó el rey-. Vuestra misión era dar con la falange, estuviera donde estuviera, y traérmela. Y eso es lo que quiero que hagáis. ¡Quiero la falange!.
El rey Parsimonioso gritaba como un poseso, sin importarle si le escuchaban. En su reino mandaba él y si deseaba tener la reliquia, la tendría. No tenía por qué arrepentirse de eso. Ni siquiera sentirse culpable.
- ¡Quiero la falange!- repitió-. Y la quiero ya.
La sombra se removió de nuevo.
- Se hará lo que mandéis, Majestad.
Y sin decir más salió de la sala, un poco incómodo por si volvía a fallar al rey.
- Esto no está bien.
A Amicus, eso de registrar las dependencias personales de los monjes, le incomodaba. Para él no dejaban de ser hombres muy cercanos a Dios y entrometerse de ese modo en sus vidas le parecía obsceno.
- Acabad pronto, amigo mío. Si nos descubren...
- Si nos descubren, diremos que estamos buscando la reliquia. O pistas de su paradero- respondió Lacasito con tranquilidad, sacando un vestido de mujer de debajo de uno de los catres de los monjes-. ¿Será suyo o de una amiga?- preguntó.
La sombra rondaba el monasterio una vez más. Su caballo estaba tan inquieto como él y alguna que otra vez estuvo a punto de tirarle al suelo. Era una de esas noches de luna nueva en la que todo está oscuro (ya se verá que en este cuento las noches siempre son así) e incluso un hombre como la sombra tenía miedo.
Desde su posición privilegiada vio como se abría a medias la puerta y salía una figura. Se movía con discreción, agazapándose de vez en cuando, como si alguien pudiera verle la cara con tan poca luz. A la sombra esa figura le llamó poderosamente la atención, ya fuera por lo avanzado de la hora, ya por lo extraño que resultaba su comportamiento. Bien podía tratarse de un ladroncillo de poca monta o de un monje que tenía algún oscuro secreto que le obligaba a abandonar el monasterio a esas horas. Pero sea como sea que a la sombra le gustaba el misterio y, sobre todo, descubrir lo que había tras él, decidió que tenía que descubrir quién era el misterioso embozado.
Espoleó a su caballo y siguió a la figura a una distancia prudencial. Mientras, dentro del monasterio, Lacasito bebía un vaso de leche recién ordeñada mientras se lamentaba de su mala suerte.
- No lo entiendo- le decía a Amicus-. Estaba seguro de encontrar algo en el dormitorio de los monjes. Algo que pudiera incriminar a alguno de ellos. Algo, lo que sea...
- Pues ya veis que no ha sido así- respondió el amigo, feliz de que las cosas se hubieran dado al fin como él esperaba. ¿Dudar así de gente de bien?. Algunas veces no comprendía en absoluto al príncipe.
La figura llegó hasta el río, donde le estaba esperando un barquero medio adormilado. Sin decirle ninguna palabra, sólo despertándole con un vigoroso movimiento en el brazo, la figura subió a bordo y emprendieron la marcha a través del río, hasta la otra orilla.
Un obstáculo en su camino, pensó la sombra, pero tan nimio que no iba a detenerle. Sabía que un poco más allá unas enormes piedras emergían del río y servirían de puente improvisado por el que su caballo y él cruzarían. Y así lo hizo, con tanta pericia y celeridad que, cuando llegó al otro lado, el desconocido estaba desembarcando.
La sombra se mantuvo a una distancia prudencial. No quería ser descubierto cuando era él quien se suponía que estaba allí para descubrir. El desconocido le murmuró algo al barquero y se alejó, caminando a toda prisa, adentrándose en el bosque. Y allí le siguió el otro, cada vez más intrigado pero imaginando que allí se cocía algo muy turbio.
El bosque estaba en silencio, tanto que la sombra hizo verdaderos esfuerzos por contener ese pedo que amenazaba con salir. Definitivamente no había sido un buen día para comer alubias.
El desconocido se detuvo junto a un pino de tres ramas y se apoyó en el tronco del árbol, como si esperara a alguien, así que a la sombra no le quedó más remedio que detenerse también a la espera de nuevos acontecimientos. Sentía que su cuerpo tenía una vida interior muy intensa pero sabía que podía aguantar hasta que todo aquello hubiera terminado. No le quedaba más remedio.
Por suerte habrían pasado apenas cinco minutos cuando otra figura, completamente cubierta con una capa, apareció en escena. Venía acompañada de otras tres figuras que se quedaron en un segundo plano.
Dijeron algo que la sombra fue incapaz de oír y el desconocido que había salido del monasterio rebuscó por entre sus ropas y sacó algo que entregó al recién llegado.
Y entonces ocurrió lo que nunca debería haber ocurrido. En el preciso momento en que se producía el intercambio de dueño del misterioso objeto, si es que era un objeto, un pedo sonoro e inconsciente rompió el silencio de la noche e hizo partícipes a los demás de la presencia de la sombra. El recién llegado hizo un movimiento brusco y la capucha que llevaba sobre la cabeza se le cayó, dejando a la vista (sí, ya sé que no había luz, pero es que resulta que los muy brutos llevaban unas teas para iluminar el camino y el resplandor de una de ellas le dio directamente en el rostro) la figura del rey Campechano.
Los acompañantes del rey no tardaron en rodear a la sombra, impidiendo su huída.
- Le tenemos, Majestad- gritó uno de ellos.
- No grites, ignorante- le regañó el rey-. ¿O es que quieres que todo el mundo se entere de que estoy aquí?.
- No hay nadie más, Majestad- dijo el hombre.
- Pero ¿te quieres callar?- dijo a su vez el suegro de Lacasito-. Si yo digo que puede haber alguien más, no se me discute. Traedme al espía.
Los tres hombres arrastraron a la sombra frente al rey Campechano y fue él mismo quien quiso desenmascarar a quien había descubierto su presencia en un bosque perteneciente al reino enemigo a esas horas de la noche. Y por primera vez en este cuento vamos a ver quién o qué se esconde detrás de la misteriosa y sigilosa sombra (bueno, vale, cualquiera puede tener gases en un momento determinado). Con la rapidez del rayo retiró la capa y se encontró frente a frente con el hombre más hermoso que hubiera visto en su vida. Aunque su yerno Lacasito estaba considerado como un verdadero sex symbol, no podía compararse con la belleza que irradiaba el rostro del desconocido. Pero lo que realmente llamó la atención del rey Campechano fueron sus orejas puntiagudas y los ojos penetrantes, como los de un gato.
- ¡Es un elfo!- exclamó el ser que había salido del monasterio y cuya voz la sombra reconoció fácilmente como la del abad.
- No- respondió él con una voz dulce, fría y cantarina-. Soy un medio elfo. Mi madre era una elfa y mi padre humano. Para mi desgracia- añadió- sólo tengo de elfo este aspecto que veis.
El rey Campechano se quedó pensativo unos segundos al cabo de los cuáles dijo:
- No importa demasiado si sois elfo o medio elfo puesto que vais a morir. Pero antes decidme. Tengo derecho a satisfacer mi curiosidad. ¿Cómo os llamáis y quién os envía a espiarnos?.
La sombra miró frente a frente al rey y respondió:
- Podéis matarme, si queréis, pero no diré quién me paga. Ni aunque me torturéis brutalmente para sacarme la información.
Entonces uno de los soldados del rey colocó un puñal en una de las orejas del medio elfo. Al notar éste la fría hoja en la punta de su oreja, sus hermosos ojos verdes se llenaron de lágrimas.
- Por favor- suplicó-. Mis orejitas no. Que me sirven para conquistar a las damas- pobre infeliz, de todos modos. ¿De qué le servirían las orejas si le iban a matar?-. Las orejitas no- repitió al sentir que el puñal se le clavaba un poco.
- ¿Diréis vuestro nombre y quién os envía?- dijo el rey.
- Sí, sí. Pero, por favor, dejad mis orejas enteras- susurró-. Me llamo Erestor Ar-Feiniel.
- ¿Y quién os paga?.
- El rey Parsimonioso.
- Parsimonioso- repitió el rey.
- Parsimonioso- repitió el abad.
- Su Majestad desea la reliquia de San Atafumanasio. Pero alguien la ha robado antes de que yo pudiera hacerlo. Entré en el monasterio hace unas noches y robé la arqueta donde supuestamente se encontraba. Pero al abrirla sólo encontré una pata de pollo.
El abad se puso a reír.
- ¿No lo encontráis gracioso?- dijo.
- No mucho- respondió Erestor.
- Bueno, basta de charla- dijo a su vez el rey Campechano-. Ahora vais a morir.
- Un momento- los ojos del medio elfo recobraron su brillo inicial-. Antes quiero saber dónde está la reliquia de San Atafumanasio.
- ¡Aquí!- exclamó el rey, sacando un pequeño fardo que hacía un momento le había entregado el abad-. Y por fin es toda mía.
- Os equivocáis- dijo Erestor-. Es mía- y con un rápido movimiento se la arrancó a Campechano de las manos. Luego, ágil como un gato, se escabulló entre los matorrales.
Ese acto del medio elfo les dejó a todos un poco fuera de combate por un rato. Hasta que fueron conscientes de lo que había ocurrido. El ser de las orejas de punta les había engañado para que le mostraran la reliquia y luego se la había quitado delante de sus narices.
- ¡Nadie engaña al rey Campechano!- exclamó-. Traedme la falange del santo. Y a ese medio elfo. Voy a hacerme un estofado con sus orejas.
Los hombres del rey corrieron en la dirección por la que habían visto que huía el ladrón pero no fueron capaces de dar con él. Estaba ya demasiado lejos.
Como Lacasito no encontraba consuelo para su fracaso, Amicus decidió que lo mejor que podían hacer era salir a tomar el aire. Quizás así se despejaría. Aunque la verdad es que él también estaba algo desencantado. El Lacasito de antes no hubiera dejado títere con cabeza, hubiera removido cielo y tierra hasta encontrar la reliquia. Pero el de ahora, el Lacasito casado y sometido a esa loca de Geberga, no daba pie con bola. ¿Dónde habían quedado las aventuras de antaño?.
Los dos amigos salieron del monasterio, Lacasito arrastrando los pies y al borde del llanto.
- Soy un fracasado- se lamentaba-. No se me ocurre nada. Ya no sé dónde buscar.
Caminando, caminando habían llegado a la orilla del río y se habían sentado en una piedra. Mientras Lacasito lloriqueaba, Amicus fingía escucharle pero miraba entorno a él. No deberíamos haber venido hasta aquí, pensaba. Este lugar me da muy mala espina. Y en esto que oyó un ruido, se levantó para mirar de dónde provenía y casi se dio de bruces con un caballo que estaba atravesando el río pasando piedra sobre piedra.
- Ahhhh- gritó, asustado, Amicus.
- Ahhhh- gritó, asustado, el jinete.
- Ihhhh- relinchó el caballo.
- ¿Qué pasa?- dijo a su vez Lacasito, levantándose y con cara de despistado. De tanto tocársela y también un poco a causa del vientecillo nocturno la melena del príncipe se encontraba un tanto alborotada y el llanto desde hacía varias horas había hecho que los ojos se le hincharan. Vamos, que estaba hecho un adefesio. Al levantarse de aquel modo y con esas pintas y avanzar hacia el caballo hizo que éste se asustara y se encabritara, levantando las patas delanteras y apoyándose en las traseras, de tal manera que su amo tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no caer. Y lo consiguió. Pero no pudo evitar que el fardo que llevaba en la mano le cayera al agua.
Amicus, siempre tan solícito, al ver que algo le caía al jinete, quiso ser amable y se agachó a recogerlo pero quiso la suerte que al ir a coger el paquete éste se abriera mostrando un dedo huesudo de lo más carcomido que reconoció inmediatamente.
- ¡La falange!- exclamó.
- No puede ser de la falange- respondió Lacasito-. Aún falta mucho para que se funde.
- Noooo. La falange de San Atafumanasio- le corrigió Amicus.
- Ay, sí. ¿Dónde estará la falange?- se lamentó nuevamente el príncipe.
- Aquí, en mi mano.
Pero apenas si había dicho eso, cuando Erestor se la arrebató.
- Aquí, en la mía- dijo-. La falange me pertenece.
Al ver tan cerca su objetivo Lacasito volvió a ser el mismo de antes. Desenvainó su espada y amenazó a la sombra, pues se había vuelto a cubrir y ahora no era más que eso una vez más.
- La reliquia pertenece al monasterio y allí ha de volver.
- Quitádmela si podéis- le retó la sombra.
Amicus se sentó nuevamente sobre la piedra. Por fin la cosa se ponía interesante.
Los dos cruzaron sus aceros, teniendo Erestor mucho cuidado en no perder la falange en un movimiento brusco. Lacasito, que siempre que se había enfrentado a otro ser, fuera humano o no, había vencido, esa vez tuvo que reconocer que había dado con la horma de su zapato. La sombra era muy ágil y rápida y cada vez que esquivaba una de sus embestidas reía. En eso estaban cuando vieron que se acercaban cuatro caballos a toda prisa.
- Ha sido un placer luchar contra vos- dijo la sombra-. Pero ahora debo irme.
Y de un salto subió a lomos de su caballo.
- No sólo vos y yo queremos la reliquia como veis.
Y huyó todo lo rápido que pudo. Lacasito, que se había quedado sorprendido por la actitud de su contrincante, tuvo el tiempo justo para apartarse antes de ser arrollado por los caballos. Uno de ellos, el más rezagado, al ir cargado con dos hombres en lugar de uno, perdió el equilibrio y cayó al agua, tirando a sus dos jinetes. Uno de ellos lanzó un improperio y se puso en pie como pudo, completamente empapado. A Lacasito esa postura de piernas un tanto abiertas y arqueadas, culo echado hacia atrás y aspecto de ir siempre medio cagado le resultó familiar.
- ¿Suegro?- dijo.
- ¿Lacasito?- dijo a su vez el rey Campechano, esperando encontrar a cualquiera por esos contornos menos a su yerno.
- ¿Qué estáis haciendo aquí?.
- ¿Y vos?. ¿No se suponía que deberíais estar cuidando de mi hermosa hija y haciendo lo posible por darme nietos?.
- He venido a buscar la reliquia de San Atafumanasio- respondió el príncipe, atusándose los cabellos-. Cuando supe que la habían robado, pensé que era mi oportunidad para volver a vivir una aventura. Hasta el momento no había tenido mucha suerte en mis investigaciones. Pensé que alguno de los monjes podía estar implicado.
- Y no estabais errado- dijo el abad, poniéndose en pie-. Yo mismo la robé para vendérsela a vuestro suegro.
- Pero ¿por qué?.
- Pues en mi caso, ha sido por dinero- respondió el abad-. Tengo caprichos caros y el monasterio no dispone de mucho capital.
- ¿Y en el vuestro, suegro?.
- Es privado- respondió Campechano.
- No hay secretos en la familia. O no debería haberlos. Es que no lo comprendo. La reliquia jamás podría exponerse en vuestro reino.
- Es que la quiero para mí- dijo el rey, avergonzado-. Tengo un problemilla que dicen que la reliquia puede solucionar.
- ¿Y qué problemilla es ése?- tanto el abad como Lacasito como Amicus estaban deseando saberlo.
- Hace años que sufro en silencio las hemorroides. Y dicen que para las hemorroides no hay nada como la reliquia. Colocándola en el cuarto de uno alivia el dolor y el picor a la vez que ejerce una función vasoconstrictora que reduce el escozor que producen.
- Pues deberéis empezar a buscar otro remedio- respondió Lacasito, intentando reprimir la risa-. Ése a quien los vuestros persiguen debe estar ya muy lejos.
- En el castillo de Parsimonioso- respondió el abad.
- Lacasito, id tras él y traed el remedio para mi trasero real- le suplicó el rey.
- Con una condición- dijo el príncipe-. Cuando estéis curado, devolveréis la reliquia al monasterio, que es donde debe estar. Tranquilo, abad. Cobraréis vuestro dinero.
- Trato hecho- dijo el rey.
- Por mí perfecto- dijo el abad.
Así pues el príncipe tomó prestado el caballo de su suegro y cabalgó hasta el castillo del rey Parsimonioso.
Erestor entró en el salón del trono con la sonrisa en el rostro. Había cumplido con su palabra y traía la segunda falange del dedo corazón de San Atafumanasio.
- ¡La reliquia!- exclamó el rey al verla por fin en su poder-. Erestor Ar- Feiniel, me habéis traído lo que os pedí y seréis recompensado.
- Ya os dije que lo haría, Majestad- respondió él, manteniéndose entre las sombras-. Aunque no ha sido fácil. El rey Campechano también va tras ella.
- Campechano- dijo el rey, torciendo el gesto-. Siempre pretende quitarme lo que es mío. Ya lo hizo con Macadamia y ahora pretende hacer lo mismo con la reliquia. Pero no lo conseguirá.
Es que resulta que Parsimonioso y Macadamia estaban enamorados de jóvenes pero como sea que los padres de la princesa y el príncipe Campechano les habían prometido de niños no tuvieron más remedio que separarse. Tal era su amor por ella que Parsimonioso no se había casado, incapaz de querer a ninguna otra, y siempre había odiado a Campechano.
- Me privó para siempre de su carita de pan. Pero no me quitará la reliquia del santo. Nunca.
- Él no pero yo sí- Lacasito, acompañado por los tres soldados de su suegro, había conseguido entrar en el castillo, cosa harto difícil pero no imposible cuando se trata de un cuento y el protagonista debe ser guapo, valiente y poderlo hacer todo la mar de bien.
- De nuevo vos. ¡Qué cansino sois!- exclamó Erestor, saliendo de las sombras.
- ¡No!- gritó Lacasito-. La cansina es mi esposa, la princesa Geberga. Yo soy… simplemente encantador- añadió con un movimiento de melena que dejó a todos estupefactos. A todos menos a Erestor, que sintió arcadas al ver tanta tontería junta.
- Rey Parsimonioso, dadme la reliquia del santo- dijo Lacasito, yendo hacia él.
- No.
- Dádmela.
- No, no.
- Os digo que me la déis.
- Pero, a ver si nos entendemos, guapito de cara- le dijo el medio elfo-. ¿Es que los pelos se os han metido en las orejas de tanto meneo y no oís?. Os ha dicho que no.
- Y yo digo que sí- dijo Lacasito, avanzando un poco más hacia el rey. Éste, que llevaba la reliquia en la mano, la apretó contra su pecho.
- No me la quitéis, por favor. Me hace mucha falta. Me hace pupita.
El medio elfo miró al rey. La verdad es que no sabía por qué había robado la reliquia pero siempre había creído que debía de haber algún motivo de peso. Pero ¿pupita?.
- Sí- dijo el rey, al ver que todos le miraban raro-. Quería la falange del santo porque… porque…- cerró los ojos-. Hace años que sufro en silencio las hemorroides. Y dicen que para las hemorroides no hay nada como la reliquia. Colocándola en el cuarto de uno…
- Alivia el dolor y el picor a la vez que ejerce una función vasoconstrictora que reduce el escozor que producen- añadió Lacasito.
- ¿Hemorroides?- las orejas de Erestor se pusieron erectas-. ¿He pasado noches en vela, he aprendido todos los movimientos de los monjes, he luchado, corrido peligro, he robado sólo porque tenéis almorranas?.
- Sí- respondió el rey, medio avergonzado.
- Hale, perfecto. El tío tiene el culo irritado y me hace robar la reliquia de un santo.
- Si os sirve de consuelo- le dijo Lacasito- mi suegro la quiere para lo mismo.
- Hala, venga- exclamó Erestor-. Todos los culos reales sufriendo en silencio las hemorroides. He equivocado la profesión. Si fabrico un producto para eliminar el picor, me forro, vamos. Me forro.
- El caso es- dijo Lacasito con sensatez- que ambos reyes, Majestad, sufrís del mismo mal y queréis la reliquia de San Atafumanasio para sanaros. ¿Qué tal si la usáis vos una temporada y cuando os curéis se la cedéis a mi suegro?. Luego, una vez los dos cu… las dos partes nobles sanadas, podéis devolverla al monasterio, de donde nunca debió salir.
El rey Parsimonioso se quedó un rato pensativo. Luego sonrió.
- Me gusta pensar que Campechano tiene estos dolores en el ano. Ay ay… jajajaja.
Pero nada más decir eso, la falange, como si tuviera vida propia, saltó de su mano hasta el suelo y fue dando saltitos hasta donde se encontraba Lacasito.
- Me temo que la falange no quiere estar con vos en esas condiciones. Tendréis que ceder. Claro, que quizás no os duele tanto…
Un gemido del rey precedió a su susurro:
- Está bien… La usaré yo y cuando me cure podréis venir a buscarla para vuestro suegro. Y en cuanto a vos, Erestor… ¿Erestor?.
Pero el medio elfo, avergonzado por el ridículo que había tenido que hacer, había desaparecido como por arte de magia, sin cobrar ni nada.
Y las cosas se hicieron como Lacasito proponía. Los dos culos reales sanaron y la falange regresó al monasterio de donde nunca debería haber salido.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado. Y por San Atafumanasio juro que no he tomado sustancias extrañas que me hagan escribir semejantes locuras.
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