Érase una vez, hace muchos, muchos, muchísimos años...
Bueno, tampoco nos vamos a pasar. Con un “muchos” ya tenemos que nos sobra. Venga, vamos a empezar de nuevo.
Érase una vez...
¡Alto!. Falta poner voz de Cuentacuentos, como en los programas basura de la tele cuando cuentan cosas de los famosos que, en apariencia, no interesan a nadie y luego baten récords de audiencia.
Vamos a probar una tercera vez...
Érase una vez, hace muchos, much... años (ups, casi se me escapa), en un reino muy, muy cercano llamado Moralzarzal vivía y gobernaba a su antojo el rey Campechano. Cuando nació se llamaba de otra manera pero con el paso del tiempo los súbditos empezaron a darle ese nombre y con él se quedó. Decían que era muy natural y que tanto hablaba con un duque como con un pobre.
Acumulaba el rey en sus arcas un tesoro extraordinario. Nadie sabía dónde estaba pero casi todo el mundo pensaba que se ocultaba en una cámara de la torre de la derecha, subiendo la escalera a mano izquierda, la primera puerta que te encuentras. Había en ese tesoro tanto oro, joyas y piedras preciosas que ni el rey ni sus descendientes tendrían que preocuparse nunca por su futuro. Aunque un rey no suele dejar de serlo así como así. Sólo si viene un malvado usurpador y le aparta del trono. Pero ¿quién iba a querer deponer al rey Campechano?.
Hacía ya un tiempo que el rey había dejado de ser joven. Su hablar se había vuelto un poco gangoso y caminaba como si tuviera hemorroides o, simplemente, como si se hubiera cagado encima. Pero aún tenía ánimo para salir de vez en cuando a cazar osos, su pasatiempo favorito. Aunque, a falta de osos, bien le iba un ciervo, como lo atestiguaba la cabeza de enorme cornamenta que había hecho colgar en la pared de detrás del trono.
Cuando tuvo esa ocurrencia su consejero Lameculus le previno.
- Majestad, ¿no creéis que quedaría mejor en otro lugar?.
Pero el rey no dio su brazo a torcer. Y ahora, cada vez que se sentaba en el trono a recibir las audiencias los súbditos veían a su rey cornudo, con un asta que parecía salirle de cada lado de la cabeza. Pero ¡era tan campechano que incluso de esa guisa sonreía!.
Cuando tenía cinco años su padre, el rey Felisardo, había concertado su matrimonio con la hija de un rey vecino que apenas si tenía dos meses de edad. Los esponsales tuvieron lugar dos meses más tarde y la boda cuando el entonces príncipe Campechano tenía quince años y la novia algo más de diez.
La primera vez que Campechano vio a Macadamia, su futura esposa, fue en la iglesia y ya entonces le pareció que tenía cara de pan. Y eso mismo debieron pensar sus súbditos porque no tardaron en darle el sobrenombre de “la de la cara de pan”.
Dudó mucho sobre si decir que sí cuando el obispo le preguntó “¿Aceptas a Macadamia por esposa?”. Incluso le salía, a modo de rima, “si no hay otra cosa...”. Pero como parecía que no la había, porque todas las princesas estaban ya casadas o prometidas, no tuvo más remedio que decir que sí. Y fue así como Campechano se convirtió en un hombre casado.
Cinco años más tardó en acceder al trono. Felisardo, que era fuerte como un roble, nunca había padecido ninguna enfermedad y hasta con las heridas más graves seguía gobernando el reino con mano dura. Pero un día le oyeron estornudar, al día siguiente toser y al tercero... estiró la pata. Pocas veces se había visto en el reino una ceremonia de coronación con más glamour que la del rey Campechano. La ahora reina Macadamia llevaba un bonito vestido blanco que realzaba aún más su cara redonda y cuando el obispo hizo el acto de colocarle la corona sobre la testa alguno dijo por lo bajo:
- ¡Anda!. ¡Un pan coronado!.
Más de uno pensó que Campechano rehusaría llevar puesta la corona (“como era tan campechano”) pero se equivocó. Sólo se la quitaba para dormir y porque le molestaba para dar vueltas en la cama. Porque podría ser campechano pero no tonto y un rey debe ir con su corona puesta para que nadie se confunda. Como le dijo una vez a su consejero:
- Imaginad, Lameculus, que alguien viene y piensa que sois vos el rey...Sería un desastre.
Campechano y Macadamia fueron bendecidos en el segundo año de su reinado con una hijita a la que llamaron Geberga. La niña, por suerte, no se parecía a su madre. Y es que durante todo el embarazo Campechano se estuvo preguntando cómo iba a salir una cabeza tan gorda por un espacio tan pequeño. Pero cuando vio a la niña suspiró aliviado. Tenía una cabecita pequeña, pequeña, coronada ya por unos cabellos rubios.
A medida que Geberga fue creciendo su lengua lo hizo con ella. Hablaba ya con soltura a una edad en la que los niños como mucho dicen “gu gu”. Eso sí. Muy espabilada para caminar no era porque criaturas de su edad e incluso más pequeñas, hijos de las criadas, correteaban por el castillo cuando ella ni siquiera se contentaba con un gateo.
- ¿No será inútil mi niña, Lameculus?- se lamentaba el rey.
- San Atafumanasio nos libre de ese mal, Majestad.
Cada día el rey iba a los aposentos de la reina Macadamia, cogía a su hijita, la ponía en el suelo e intentaba que caminara. Pero ella en lugar de dar un paso se sentaba en el suelo y le miraba sonriente. Entonces Campechano, muerto de disgusto, salía a cazar osos para superar las penas.
Los años fueron pasando en aquel reino muy, muy cercano. El rey era cada vez más campechano (y andaba con las piernas más abiertas y el culo más echado hacia atrás), la reina Macadamia, que de joven tenía cara de panecillo, parecía ahora un pan para dar de comer al reino entero y la princesa Geberga había aprendido a caminar aunque prefería permanecer sentada, hablando sin parar.
Como buena princesa que era, también le gustaba hacer uso de su voz de pito para cantar y no había día en que el castillo no estuviera de sol a sol escuchando los canturreos.
Tendría doce años cuando cantó por primera vez. Aún se recuerda aquel día en el castillo. Sus damas huyeron despavoridas, los criados encontraron de repente una ocupación en el lado opuesto y hasta el rey, que estaba sentado en su trono, entreteniéndose en tirar pequeñas piedrecitas de río a ver si le daba en el ojo al bufón, interrumpió lo que hacía y dijo:
- ¡Qué mal está ese gallo!. Ni cantar sabe ya.
Lameculus, que estaba a su lado como siempre, dudó sobre si sacarle de dudas.
- Si sigue cantando así de mal, tendremos que cortarle el pescuezo y echarlo al caldo.
Se estremeció el consejero, imaginando a la rubia princesita de cabeza en el caldero, y respondió:
- ¡San Atafumanasio no quiera que termine así sus días!.
Aunque al cabo de unas horas de escuchar los terribles gorgoritos él mismo la hubiera metido. Un simple empujoncito para que cayera al agua hirviendo y se acabaría esa tortura.
Muchos fueron los que oyeron hablar de la belleza de la princesa Geberga y acudieron, como moscas a la miel, a pedir su mano. Pero al escucharle cantar desaparecían sin apenas dejar rastro.
También las figuras más crueles del reino se sintieron atraídas por la fama de Geberga, ¿cómo no?. Primero fue un dragón que tenía atemorizada a la gente de la zona. Había aparecido de repente, nadie sabe de dónde, y exigía como pago un ser humano cada mes.
Se trataba de uno de esos extraños dragones, de una especie ya extinguida, que tenían el don de hablar, además de los ya clásicos de volar y sacar fuego por la boca. Y, claro, también comía carne humana. “Pero nada de viejos”-advertía-“que su carne está muy dura y me cuesta masticarla. Se me hace una bola, aquí, y ay... no hay manera de tragársela”.
El rey Campechano no tuvo problema alguno en mandar a los jóvenes y suspiró tranquilo al saber que él nunca sería alimento de dragones. Lástima que Macadamia ya tuviera una edad. De buena gana se la hubiera entregado, incluso con el aderezo correspondiente.
También aclaró la bestia por qué sólo quería que le mandaran un humano al mes.
“Demasiada carne no me va bien”- explicó muy educadamente-. “Cuando se tiene colesterol alto como yo, no es bueno consumir tanta carne humana”.
Por un tiempo todo fue a pedir de boca. Sin embargo un día la gente del pueblo se agolpó a las puertas del castillo y reclamaron a gritos ver al rey Campechano. Lameculus, al ver lo que pasaba, pensó en hacer preparar un poco de aceite hirviendo para tirárselo encima desde el matacán pero luego su mentalidad práctica le dijo, mientras aún estaban a tiempo, que sin súbditos no se pueden cobrar impuestos y sin impuestos él se quedaba en el paro. ¡En paro!. Con esta crisis ni siquiera un hombre bien preparado como él, con una matrícula de honor en el Máster en hacer la pelota, enjabonar y decir lo que el que más manda quiere oír, lo tendría fácil para encontrar nuevo empleo.
- Que pase sólo uno en representación de todos- dijo.
El elegido era un abuelo, el más anciano del lugar. Se postró como pudo ante el rey (aunque luego hizo falta que un guardia le ayudara a poner la espalda derecha) y le explicó sin rodeos qué demandaban.
- Majestad- dijo-. Las madres están dolidas por tener que entregar a sus hijos a esa bestia. Y se preguntan por qué no dais ejemplo y entregáis a la vuestra por variar.
- ¡A Geberga!- exclamó el rey, poniéndose en pie bruscamente y golpeándose en la cabeza con uno de los cuernos del ciervo-. ¿A mi princesa?. ¿A vuestra princesa?. ¿A la princesa de todos?. Pero si se la come el dragón ya nadie hablará de nosotros. Ella es la que atrae más comentarios y la que ha puesto de moda nuestro reino.
- A vuestra hija- repitió el abuelo, para el que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Antes no hacía falta exigirle a un rey que sacrificara a su hija; lo hacía con mucho gusto.
- Pero si se la come- se lamentaba el rey- a nadie le interesará lo que hacemos. Ni siquiera cuando nos vamos en verano a aquella islita del Mediterráneo.
- Es vuestro deber, Majestad- se apresuró a añadir Lameculus, pensando que así se librarían de los cánticos de la princesa-. Todo sea por el amor de vuestro pueblo.
- Sí pero...
- Nada, nada- dijo el consejero-. Id tranquilo, abuelo- anunció-. La princesa Geberga será devorada por el terrible dragón.
El hombre salió contento como unas castañuelas aunque no tanto como el consejero real, que se las prometía muy felices sin oír a la princesa a todas horas. Pero las cosas no salieron como él pensaba.
Un día después de enviar a Geberga a la guarida del dragón les fue devuelta.
- Pero ¡cómo! ¿ahora nos la devuelve?- se lamentaba el rey-. Ya había encargado las figuritas con su efigie para venderlas a buen precio pensando que sería un mito al morir trágicamente tan joven. ¿Qué hago ahora con ellas?.
- Me temo, Majestad- le respondió un aún aturdido consejero- que tendréis que utilizarlas como regalo de Navidad para vuestros vasallos. Aunque siempre podréis mandarlas a los reinos vecinos a ver si algún iluso pica y se la lleva… ¡No caerá esa breva!.
- ¿Eh?- contestó el rey, que con los años estaba cada vez más sordo-. ¿Qué decís?.
- Digo, Majestad- repuso el otro- que cuando vean a vuestra hija muchos serán los que quieran pedir su mano.
- Pero oí algo de brevas.
- Añadí, refiriéndome a otro tema, para no ahondar tanto en vuestra pena, que ya han empezado a caerse las brevas. Y las que no se caen, se las comen los pájaros.
Una vez más Lameculus había salido del atolladero aunque el rey seguía sin entender por qué el dragón no había querido comerse a su hija.
Tampoco la princesa Geberga lo entendía. Le había costado muy poco asumir que iba a convertirse en mártir y había mandado hacer un vestido blanco con zapatos a juego para la ocasión.
- Blanco, el color de la pureza- había dicho la pobre reina Macadamia al verlo. No añadió más porque fue presa de un terrible ataque de pena.
- La verdad, madre, es que así se verá más la sangre cuando el dragón me coma- dijo la princesa mientras se cepillaba sus largos cabellos-. Ya lo estoy deseando. Espero que sea considerado y lo escupa para que puedan guardarlo como reliquia mía. El vestido ensangrentado de Santa Geberga. Será más venerado que la segunda falange del dedo corazón de san Atafumanasio.
Macadamia se sonó los mocos con un pedazo de tela que encontró por allí.
- Lo que tenemos en nuestra iglesia es el lóbulo de la oreja derecha del santo. La falange está en el Monasterio de San Atafumanasio, en el reino de nuestros vecinos y enemigos- aclaró entre lágrimas.
- Por eso lo digo, madre. Pero ¿quién va a querer venir a venerar el lóbulo de una oreja cuando pueden ir al lugar donde se guarda como oro en paño una falange del santo?. Y nada menos que del dedo que se le quedó rígido y levantado cuando le quemaron vivo en la parrilla después de arrancarle los ojos, los dientes y la nariz. Pero todos vendrán a ver el vestido ensangrentado de la pobre princesa.
Por eso, cuando el dragón no quiso saber nada de ella, Geberga entró en el castillo llorando sin parar y sin dejar de preguntarse qué había hecho mal. Se abrazó a su padre, que también se preguntaba qué sería ahora de todos los souvenirs que había encargado. Y entre llanto y llanto los dos maldecían al dragón. Y tanto y tanto lo hicieron que de repente se oyó una voz que retumbaba por todo el castillo. La voz del dragón que decía a modo de disculpa:
“No paró de hablar desde que llegó y ya me tenía harto. Y tengo el estómago tan delicado que seguro que, de habérmela comido, me hubiera repetido como el ajo”.
Fue lo último que supieron de la bestia. Salió huyendo despavorida aunque hay quien asegura que dejó una nota para el rey en la que decía:
“Prefiero irme a otro reino que quedarme en éste y exponerme a que me vuelvan a traer a esa princesa tan pesada”.
Después de ese desplante Geberga se quedó tan triste que dejó incluso de cantar y hablar. Eso le preocupaba mucho al rey.
- ¿Y si nadie quiere casarse con la niña porque es muda?- le decía a Lameculus.
- No temáis, Majestad- le contestaba éste, que desde que Geberga no emitía ni un sonido estaba contentísimo-. Vos lo que tenéis que hacer es enviar algunas cositas de ésas que mandasteis hacer por si acababa siendo mártir y seguro que pronto alguno caerá.
- San Atafumanasio te oiga, querido Lameculus, y venga algún pretendiente.
Muy pronto los ruegos del rey se vieron satisfechos. Pero no del modo exacto en el que él quería.
Resultó que en un bosque cercano vivía un terrible ogro de nombre Leewarden que se comía a todo aquel despistado que osaba internarse en sus dominios. Una tarde dio caza a un pobre infeliz de melenita por los hombros. Le amenazó con la espada pero eso para el ogro era tan peligroso como si blandieran frente a él una aguja de coser. Se le comió para merendar y, como era tan flacucho, también a su caballo. Pero al masticarle notó que algo duro se le había quedado entre diente y diente. Lo sacó y vio una miniatura, pero muy, muy pequeña, de una dama. Rubia, esbelta, mejillas sonrosadas. De las que le gustaba desayunar los días de fiesta. Pero ésta tenía algo especial.
Apenas si sabía leer por lo que tardó una eternidad en juntar una letra con la otra pero al final creyó entender “Princesa Geberga”. A Leewarden se le escapó un “bonita” y después de tres días mirando la imagen llegó a la conclusión que le gustaba como esposa.
Cuando le dijeron al rey Campechano que había llegado un posible pretendiente para su hija le extrañaron dos cosas. Que todo el mundo parecía estar muy nervioso y asustado y que tuviera que salir fuera para hablar con él. Cuando le vio entendió los motivos.
Leewarden tenía una cabeza veinte veces más grande o más que la de Macadamia, los ojos muy juntos, pelo hirsuto como si fueran púas, espesa barba negra y abultada panza. Cuando sonreía le parecía al rey que tenía entre los dientes restos de comida.
- “Engo” a “cajarme” con Geberga. Bonita- dijo.
El rey miró a Lameculus y le preguntó por lo bajo.
- ¿Qué quiere decir “cajarme”, tú que sabes idiomas?.
- Creo, Majestad, que significa “casarme”.
Cuando oyó eso al rey le entró un ataque de risa y, cuanto más se decía que tenía que controlarse, más y más se reía.
- “Cajarse” con Geberga. Jajajajajaja. “Cajarse”…
- Sí- respondió Leewarden, con una sonrisa bobalicona-. “Ero cajarme”.
Aún estuvo riendo el rey Campechano un buen rato más antes de ponerse los brazos en jarras y decir:
- Ni hablar.
Esa respuesta no le gustó nada al ogro, que había venido con toda su buena voluntad a pedir la mano de Geberga. Así que se enfadó mucho, gritó, casi rugió, todo lo fuerte que puso, hasta dejarles a todos dentro del castillo completamente aturdidos. Luego, metiendo una mano por una ventana, cogió a Geberga y salió huyendo.
La princesa, lejos de sentirse atemorizada, recuperó el habla que creía perdida y se puso a gritar:
-Yupi, yupi. Me llevan. Al fin seré mártir. Y los trovadores inventarán canciones sobre mí. Mira, ogro, a ver qué te parece ésta- y se puso a cantar una canción.
-“Guta”- contestó el ogro-. Bonitaaaaa.
- ¿Te gusta?- dijo la princesa con alegría-. Pues te cantaré todo el día.
Se la llevó a su castillo del centro del bosque, muy grande pero como pudo apreciar en seguida Geberga algo desordenado.
- Eso es lo que pasa cuando los hombres viven solos- le dijo, nada más poner los pies en el suelo-. Pero no temas, ya estoy ya aquí. Y suénate los mocos, ogrito. ¿Qué no ves que se te caen?.
Leewarden se los limpió con una manga y le sonrió.
Pero ¿qué fue del rey Campechano?. Tanto él como Macadamia vieron impotentes como ese horrible ogro se llevaba a su única hija sin que pudieran hacer nada por evitarlo.
- Tendremos nietos cabezones- no cesaba de repetir la reina.
- Si se parecieran a ti, lo serían de todos modos, querida esposa- le respondió el rey.
- Pero, rey, es mi niñita. Haz algo para que vuelva con nosotros. La niña debe casarse con un príncipe valiente y atractivo no con eso…
Pero ningún caballero ni villano del reino se atrevía a ir a enfrentarse con el ogro para rescatar a la princesa.
- Lameculus, ve tú- le pidió el rey.
- Creo que os corresponde a vos, que sois su padre- escurrió el bulto el consejero.
- Bueno, bueno, eso habrá que verlo. Que la reina es enamoradiza. A ver si voy a correr un peligro mortal y luego es hija de carpintero.
- Lo que digáis.
Aunque Lameculus sabía bien que al rey la simple mención de Leewarden le daba dolor de barriga. Vamos, que se cagaba de miedo sólo de pensar que se le podría comer.
El caso es que una cosa por otra el tiempo iba pasando sin que se tuvieran noticias de Geberga ni de un posible libertador.
Hasta que un día…
Un caballo negro como el azabache se aproximaba al castillo del rey Campechano. El jinete era alto, moreno y bien parecido. A medida que le veían pasar, las muchachas del reino iban cayendo rendidas a sus pies. Pero él tenía un único objetivo. Pedir la mano de la hermosa princesa Geberga y con ayuda de su dote comprarse un castillito en la Toscana e independizarse de su terrorífica madre.
Descabalgó con elegancia, se atusó los cabellos y con paso firme y decidido entró en el salón del trono. Al incorporarse de la reverencia le chocó bastante encontrarse al rey con un cuerno saliéndole de cada lado de la cabeza y a una reina cabezona con una cara que hacía honor a su apodo. Pero decidió ir al grano. Total, una cosa sería una costumbre de la tierra y la otra le vendría a la pobre de nacimiento.
- Rey Campechano-dijo y todos se quedaron entusiasmados con su hermosa voz-. Vengo de lejanas tierras para pediros la mano de vuestra hija Geberga.
Al rey la presencia del joven le agradaba y más si pretendía casarse con la princesa. Seguro que era tan valiente o tan estúpido como para enfrentarse con el ogro Leewarden.
- ¿Cómo os llamáis?- le preguntó con una sonrisa bien amplia reflejada en el rostro.
- Lacasito, señor.
El rey asintió, miró a Lameculus y luego otra vez al príncipe bien parecido.
- Príncipe Lacasito, lamento deciros que la princesa Geberga, mi amada hija, ha sido raptada.
El rostro del joven se ensombreció. Desenvainó sin perder tiempo la espada y dijo:
- Decidme quién la tiene y yo iré presto a rescatarla.
- ¡Qué hombre!- exclamaron al unísono la reina y Remilgada, una de sus damas, una solterona empedernida.
- El ogro Leewarden- esta vez fue el consejero el que contestó-. Grande, feo y cabezón.
- ¿Y dónde vive esa bestia?- preguntó ahora el príncipe-. Decídmelo y hoy mismo partiré.
- En el Bosque encantado- respondió el rey, sin poder reprimir un escalofrío-. Adentrarse en él es tentar a la suerte.
- No temo a nada- repuso el príncipe- excepto a mi madre pero eso es otro asunto que ahora no viene a cuento- hizo una nueva reverencia-. Rey Campechano, reina Cara de pan…
- Es Macadamia- dijo ella, aunque viniendo de ese joven tan guapo podría perdonarse todo. Cara de pan, cara de culo, ¿qué más daba?.
Salió el príncipe con un paso tan decidido como llevaba para entrar, consciente de que algunas damas y criadas le miraban el trasero. Pero ya estaba acostumbrado y ahora lo esencial era salvar a la desdichada Geberga.
Era otoño y el bosque aparecía envuelto de una extraña niebla que hacía que los árboles parecieran gigantes que amenazaban al recién llegado agitando sus brazos mientras gritaban su nombre. El caballo del príncipe estuvo a punto de encabritarse y hacerle caer pero el joven era un excelente jinete y tenía una enorme sangre fría. Nada le hacía tener miedo o vacilar cuando se proponía algo.
- Vamos, viejo amigo- dijo-. Sólo son árboles y el viento. Pero si fueran gigantes no les temería- dijo esto último alzando la voz por si acaso.
El príncipe continuó su camino a lomos de su caballo, adentrándose en la espesura. Pero llegó un momento en que le era imposible seguir de ese modo. Las ramas eran cada vez más abundantes y estaban más bajas y juntas. No le quedó más remedio que descabalgar y llevar al caballo cogido de las riendas. También eso se le iba haciendo cada vez más complicado. El animal, asustado por una extraña fuerza que parecía provenir de lo más profundo del bosque, se negaba a dar un paso.
- Ánimo- le decía el joven-. Tenemos que salvar a la princesa Geberga.
Entonces el caballo parecía comprender y se animaba a seguir hasta que nuevamente algo le asustaba y ya estaban otra vez igual.
Cuando llegaron a la entrada del Bosque encantado era de día pero ahora una densa oscuridad lo cubría todo. Varias veces estuvo a punto se caer el príncipe, ora con una rama ora con una piedra. Pero ni las tinieblas ni las ramas, que parecían brazos dispuestos a atraparle, ni esos extraños sonidos que provenían sabe Dios de dónde, le harían desfallecer. Les había prometido a los reyes que les devolvería a su hija y lo haría. Ahora si le acababan o no concediendo su mano era lo de menos. Lo único importante era salvarla del ogro.
Entonces se desató una terrible tormenta, la más grande que el príncipe podía recordar. El viento soplaba tan intensamente que parecía que iba a arrancar los árboles. El príncipe intentó sujetarse a un tronco, abrazándose a él pero sin soltar las riendas. Pero el viento era demasiado fuerte y, aunque Lacasito hizo todo lo que pudo por evitarlo, el caballo salió volando. El príncipe emitió un gemido agudo, dolido por ver cómo se alejaba tan querido animal pero pronto él siguió sus pasos. Cerró los ojos para no ver el suelo tan lejos de sus pies porque, aunque juraba que no le tenía miedo a nada, no le hacía ninguna gracia verse por los aires.
Inexplicablemente no topaba con ninguno de los árboles, aquellos enormes guardianes del bosque. Voló y voló, sintiendo la fuerza del viento y del agua en su rostro, hasta que se sintió caer. Agitó los brazos como había visto que los hacían los pájaros con las alas, pero él no estaba preparado para volar por sí solo y acabó cayendo de culo al suelo.
Abrió los ojos y se vio en un lugar casi tan oscuro como el resto del bosque con la diferencia que aquí no había árboles. Ante él se levantaba un enorme castillo, tan grande como para que fuera la morada de un ogro.
Palpó en su costado y se tranquilizó al ver que conservaba la espada así que se levantó y caminó unos pasos, gritando como un loco:
- ¡Leewarden!. ¡Ogro maldito!.¡Sal y lucha conmigo!.
No tuvo que esperar mucho para sentir como si la tierra temblara a causa de unas pisadas. El ogro había oído su reclamo.
- ¿Qué “asa”?. “Taba mimiendo”.
Un vozarrón dio paso a la cara más fea que el príncipe hubiera visto en toda su vida. Una enorme cara que se asomaba por el balcón del castillo.
El ogro se llevó un dedo a uno ojo, frotó intensamente y una legaña enorme cayó estrepitosamente al suelo. El príncipe tuvo que apartarse para que no le aplastara.
- ¡Leewarden!. ¡Suelta a la princesa o probarás mi espada!- gritó Lacasito de nuevo.
El ogro se frotó nuevamente los ojos y abrió una enorme boca en un bostezo.
- “Incesa” pesada. No “guta”.
El príncipe parpadeó, incrédulo. ¿Aquella bestia inmunda estaba diciendo que la princesa más encantadora del mundo era pesada y que no le gustaba?. Sólo por eso ya merecería que le mataran.
- Y si no te gusta, mala bestia, ¿por qué la retienes?. ¿Es que quieres comértela?.
- “Nuuuuuu”- dijo el ogro-. Comer no. Y yo no la “reengo”. Ella se ha encerrado en la “orre”. Se ha enfadado “oque” quiero devolverla con su padre. Canta “odo” el día, no me “eja” llevar mocos colgando, limpia…”Ora” se debe haber “ormido” y he aprovechado para “mimir” un ratico.
Y Leewarden, ignorando al príncipe, dio media vuelta y volvió dentro del castillo a intentar dormir un poco más.
Lacasito sonrió al ver que iba a ser muy fácil liberar a la princesa. Así que estaba en la torre. Sólo tenía que sacarla de dentro.
- Geberga, hermosa princesa- gritó-. Sal para que pueda verte.
Al cabo de un par de minutos una hermosa cabeza de rizos rubios se asomó por una ventana en lo más alto de la torre.
- ¿Sí?.
Era más bella de lo que Lacasito había imaginado. Quizás tenía la boca demasiado pequeña, la frente un poco prominente y una oreja un poco más grande que otra pero todo eso no tenía la menor importancia.
- Hermosa princesa- dijo-. He venido a rescataros.
La princesa sonrió al ver al guapo mozo que le hablaba desde abajo pero decidió hacerse un poco de rogar.
- ¿Y por qué debería acompañaros si yo estoy muy bien aquí?- preguntó-. El ogro me da de comer y me escucha cuando canto.
- Porque vuestros padres están tristes- contestó el príncipe.
- Eso es un motivo muy pobre. ¿Por algo más?.
- Y porque el ogro está harto de oíros- añadió él-. Sin embargo aquí fuera hay mucha gente deseosa de escuchar vuestro arte.
- ¿De veras?- la princesa sonrió-. ¿Vos me escucharíais?.
- Sin duda. Si vuestra voz es tan hermosa como vuestro rostro, hasta el fin de mis días.
Entonces Geberga, sin dudarlo, entonó una canción. El príncipe pronto supo que era un bocazas que hablaba sin pensar. Y es que la princesita cantaba exactamente igual que una almeja.
- “Lacasito”- se dijo- “piensa en su dote y en el castillito en la Toscana”.
- Nunca había escuchado una voz más hermosa ni una gracia semejante- dijo. A mentiroso no le ganaba nadie.
Y como sea que Leewarden pateaba y gritaba que callara y el príncipe guapo le adulaba, lo tuvo muy claro Geberga:
- Está bien, príncipe. Iré con vos. Pero con la promesa de que os casaréis conmigo. Ya tengo una edad y no quiero quedarme solterona.
- Naturalmente- dijo Lacasito, imaginando una vida llena de aventuras que le alejara de la cantarina Geberga-. Ya os amaba en la distancia y, ahora, al veros, mucho más.
Ni cinco minutos tardó la princesa en descender los mil escalones que le separaban de la puerta del castillo. Se lanzó a los brazos del príncipe Lacasito y juntos montaron a lomos del caballo, a quien el viento había llevado cerca de allí. Y juntos se alejaron mientras en todo el bosque se escuchaba el suspiro de alivio de Leewarden.
El rey y la reina se pusieron muy contentos al ver aparecer sana y salva a su hijita. Todo el reino de Moralzarzal cantaba y bailaba por la buena noticia. ¿Todos?. No, todos no. Lameculus permaneció en su cuarto, golpeándose la cabeza contra la pared. Otra vez la cantarina había vuelto. ¿Es que no había nada que le pudiera alejar del castillo de una vez?.
En premio por su acción, el rey Campechano concedió la mano de su hija al príncipe Lacasito. La princesa no podía estar más feliz. Era muy mono, tenía un culito respingón y había prometido que le escucharía cantar. También estaba muy contento Lacasito. El rey le dio a su hija la dote, que superaba en mucho la cantidad que el príncipe imaginaba. Y con eso pudieron comprarse el castillito en la Toscana.
Se casaron, fueron felices y comieron perdices. Y el príncipe salió a correr sus aventuras para no escuchar los cánticos de Geberga.
Lameculus al fin fue feliz… hasta que a la reina Macadamia le dio por cantar y lo hacía tan mal como su hija.
¿Y qué fue de Leewarden?. Paseando un día por el Bosque encantado, encontró una ogra, cabezona y mocosa. Se casó con ella y fue muy, muy feliz. Pero todo eso son otras historias. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
Bueno, tampoco nos vamos a pasar. Con un “muchos” ya tenemos que nos sobra. Venga, vamos a empezar de nuevo.
Érase una vez...
¡Alto!. Falta poner voz de Cuentacuentos, como en los programas basura de la tele cuando cuentan cosas de los famosos que, en apariencia, no interesan a nadie y luego baten récords de audiencia.
Vamos a probar una tercera vez...
Érase una vez, hace muchos, much... años (ups, casi se me escapa), en un reino muy, muy cercano llamado Moralzarzal vivía y gobernaba a su antojo el rey Campechano. Cuando nació se llamaba de otra manera pero con el paso del tiempo los súbditos empezaron a darle ese nombre y con él se quedó. Decían que era muy natural y que tanto hablaba con un duque como con un pobre.
Acumulaba el rey en sus arcas un tesoro extraordinario. Nadie sabía dónde estaba pero casi todo el mundo pensaba que se ocultaba en una cámara de la torre de la derecha, subiendo la escalera a mano izquierda, la primera puerta que te encuentras. Había en ese tesoro tanto oro, joyas y piedras preciosas que ni el rey ni sus descendientes tendrían que preocuparse nunca por su futuro. Aunque un rey no suele dejar de serlo así como así. Sólo si viene un malvado usurpador y le aparta del trono. Pero ¿quién iba a querer deponer al rey Campechano?.
Hacía ya un tiempo que el rey había dejado de ser joven. Su hablar se había vuelto un poco gangoso y caminaba como si tuviera hemorroides o, simplemente, como si se hubiera cagado encima. Pero aún tenía ánimo para salir de vez en cuando a cazar osos, su pasatiempo favorito. Aunque, a falta de osos, bien le iba un ciervo, como lo atestiguaba la cabeza de enorme cornamenta que había hecho colgar en la pared de detrás del trono.
Cuando tuvo esa ocurrencia su consejero Lameculus le previno.
- Majestad, ¿no creéis que quedaría mejor en otro lugar?.
Pero el rey no dio su brazo a torcer. Y ahora, cada vez que se sentaba en el trono a recibir las audiencias los súbditos veían a su rey cornudo, con un asta que parecía salirle de cada lado de la cabeza. Pero ¡era tan campechano que incluso de esa guisa sonreía!.
Cuando tenía cinco años su padre, el rey Felisardo, había concertado su matrimonio con la hija de un rey vecino que apenas si tenía dos meses de edad. Los esponsales tuvieron lugar dos meses más tarde y la boda cuando el entonces príncipe Campechano tenía quince años y la novia algo más de diez.
La primera vez que Campechano vio a Macadamia, su futura esposa, fue en la iglesia y ya entonces le pareció que tenía cara de pan. Y eso mismo debieron pensar sus súbditos porque no tardaron en darle el sobrenombre de “la de la cara de pan”.
Dudó mucho sobre si decir que sí cuando el obispo le preguntó “¿Aceptas a Macadamia por esposa?”. Incluso le salía, a modo de rima, “si no hay otra cosa...”. Pero como parecía que no la había, porque todas las princesas estaban ya casadas o prometidas, no tuvo más remedio que decir que sí. Y fue así como Campechano se convirtió en un hombre casado.
Cinco años más tardó en acceder al trono. Felisardo, que era fuerte como un roble, nunca había padecido ninguna enfermedad y hasta con las heridas más graves seguía gobernando el reino con mano dura. Pero un día le oyeron estornudar, al día siguiente toser y al tercero... estiró la pata. Pocas veces se había visto en el reino una ceremonia de coronación con más glamour que la del rey Campechano. La ahora reina Macadamia llevaba un bonito vestido blanco que realzaba aún más su cara redonda y cuando el obispo hizo el acto de colocarle la corona sobre la testa alguno dijo por lo bajo:
- ¡Anda!. ¡Un pan coronado!.
Más de uno pensó que Campechano rehusaría llevar puesta la corona (“como era tan campechano”) pero se equivocó. Sólo se la quitaba para dormir y porque le molestaba para dar vueltas en la cama. Porque podría ser campechano pero no tonto y un rey debe ir con su corona puesta para que nadie se confunda. Como le dijo una vez a su consejero:
- Imaginad, Lameculus, que alguien viene y piensa que sois vos el rey...Sería un desastre.
Campechano y Macadamia fueron bendecidos en el segundo año de su reinado con una hijita a la que llamaron Geberga. La niña, por suerte, no se parecía a su madre. Y es que durante todo el embarazo Campechano se estuvo preguntando cómo iba a salir una cabeza tan gorda por un espacio tan pequeño. Pero cuando vio a la niña suspiró aliviado. Tenía una cabecita pequeña, pequeña, coronada ya por unos cabellos rubios.
A medida que Geberga fue creciendo su lengua lo hizo con ella. Hablaba ya con soltura a una edad en la que los niños como mucho dicen “gu gu”. Eso sí. Muy espabilada para caminar no era porque criaturas de su edad e incluso más pequeñas, hijos de las criadas, correteaban por el castillo cuando ella ni siquiera se contentaba con un gateo.
- ¿No será inútil mi niña, Lameculus?- se lamentaba el rey.
- San Atafumanasio nos libre de ese mal, Majestad.
Cada día el rey iba a los aposentos de la reina Macadamia, cogía a su hijita, la ponía en el suelo e intentaba que caminara. Pero ella en lugar de dar un paso se sentaba en el suelo y le miraba sonriente. Entonces Campechano, muerto de disgusto, salía a cazar osos para superar las penas.
Los años fueron pasando en aquel reino muy, muy cercano. El rey era cada vez más campechano (y andaba con las piernas más abiertas y el culo más echado hacia atrás), la reina Macadamia, que de joven tenía cara de panecillo, parecía ahora un pan para dar de comer al reino entero y la princesa Geberga había aprendido a caminar aunque prefería permanecer sentada, hablando sin parar.
Como buena princesa que era, también le gustaba hacer uso de su voz de pito para cantar y no había día en que el castillo no estuviera de sol a sol escuchando los canturreos.
Tendría doce años cuando cantó por primera vez. Aún se recuerda aquel día en el castillo. Sus damas huyeron despavoridas, los criados encontraron de repente una ocupación en el lado opuesto y hasta el rey, que estaba sentado en su trono, entreteniéndose en tirar pequeñas piedrecitas de río a ver si le daba en el ojo al bufón, interrumpió lo que hacía y dijo:
- ¡Qué mal está ese gallo!. Ni cantar sabe ya.
Lameculus, que estaba a su lado como siempre, dudó sobre si sacarle de dudas.
- Si sigue cantando así de mal, tendremos que cortarle el pescuezo y echarlo al caldo.
Se estremeció el consejero, imaginando a la rubia princesita de cabeza en el caldero, y respondió:
- ¡San Atafumanasio no quiera que termine así sus días!.
Aunque al cabo de unas horas de escuchar los terribles gorgoritos él mismo la hubiera metido. Un simple empujoncito para que cayera al agua hirviendo y se acabaría esa tortura.
Muchos fueron los que oyeron hablar de la belleza de la princesa Geberga y acudieron, como moscas a la miel, a pedir su mano. Pero al escucharle cantar desaparecían sin apenas dejar rastro.
También las figuras más crueles del reino se sintieron atraídas por la fama de Geberga, ¿cómo no?. Primero fue un dragón que tenía atemorizada a la gente de la zona. Había aparecido de repente, nadie sabe de dónde, y exigía como pago un ser humano cada mes.
Se trataba de uno de esos extraños dragones, de una especie ya extinguida, que tenían el don de hablar, además de los ya clásicos de volar y sacar fuego por la boca. Y, claro, también comía carne humana. “Pero nada de viejos”-advertía-“que su carne está muy dura y me cuesta masticarla. Se me hace una bola, aquí, y ay... no hay manera de tragársela”.
El rey Campechano no tuvo problema alguno en mandar a los jóvenes y suspiró tranquilo al saber que él nunca sería alimento de dragones. Lástima que Macadamia ya tuviera una edad. De buena gana se la hubiera entregado, incluso con el aderezo correspondiente.
También aclaró la bestia por qué sólo quería que le mandaran un humano al mes.
“Demasiada carne no me va bien”- explicó muy educadamente-. “Cuando se tiene colesterol alto como yo, no es bueno consumir tanta carne humana”.
Por un tiempo todo fue a pedir de boca. Sin embargo un día la gente del pueblo se agolpó a las puertas del castillo y reclamaron a gritos ver al rey Campechano. Lameculus, al ver lo que pasaba, pensó en hacer preparar un poco de aceite hirviendo para tirárselo encima desde el matacán pero luego su mentalidad práctica le dijo, mientras aún estaban a tiempo, que sin súbditos no se pueden cobrar impuestos y sin impuestos él se quedaba en el paro. ¡En paro!. Con esta crisis ni siquiera un hombre bien preparado como él, con una matrícula de honor en el Máster en hacer la pelota, enjabonar y decir lo que el que más manda quiere oír, lo tendría fácil para encontrar nuevo empleo.
- Que pase sólo uno en representación de todos- dijo.
El elegido era un abuelo, el más anciano del lugar. Se postró como pudo ante el rey (aunque luego hizo falta que un guardia le ayudara a poner la espalda derecha) y le explicó sin rodeos qué demandaban.
- Majestad- dijo-. Las madres están dolidas por tener que entregar a sus hijos a esa bestia. Y se preguntan por qué no dais ejemplo y entregáis a la vuestra por variar.
- ¡A Geberga!- exclamó el rey, poniéndose en pie bruscamente y golpeándose en la cabeza con uno de los cuernos del ciervo-. ¿A mi princesa?. ¿A vuestra princesa?. ¿A la princesa de todos?. Pero si se la come el dragón ya nadie hablará de nosotros. Ella es la que atrae más comentarios y la que ha puesto de moda nuestro reino.
- A vuestra hija- repitió el abuelo, para el que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Antes no hacía falta exigirle a un rey que sacrificara a su hija; lo hacía con mucho gusto.
- Pero si se la come- se lamentaba el rey- a nadie le interesará lo que hacemos. Ni siquiera cuando nos vamos en verano a aquella islita del Mediterráneo.
- Es vuestro deber, Majestad- se apresuró a añadir Lameculus, pensando que así se librarían de los cánticos de la princesa-. Todo sea por el amor de vuestro pueblo.
- Sí pero...
- Nada, nada- dijo el consejero-. Id tranquilo, abuelo- anunció-. La princesa Geberga será devorada por el terrible dragón.
El hombre salió contento como unas castañuelas aunque no tanto como el consejero real, que se las prometía muy felices sin oír a la princesa a todas horas. Pero las cosas no salieron como él pensaba.
Un día después de enviar a Geberga a la guarida del dragón les fue devuelta.
- Pero ¡cómo! ¿ahora nos la devuelve?- se lamentaba el rey-. Ya había encargado las figuritas con su efigie para venderlas a buen precio pensando que sería un mito al morir trágicamente tan joven. ¿Qué hago ahora con ellas?.
- Me temo, Majestad- le respondió un aún aturdido consejero- que tendréis que utilizarlas como regalo de Navidad para vuestros vasallos. Aunque siempre podréis mandarlas a los reinos vecinos a ver si algún iluso pica y se la lleva… ¡No caerá esa breva!.
- ¿Eh?- contestó el rey, que con los años estaba cada vez más sordo-. ¿Qué decís?.
- Digo, Majestad- repuso el otro- que cuando vean a vuestra hija muchos serán los que quieran pedir su mano.
- Pero oí algo de brevas.
- Añadí, refiriéndome a otro tema, para no ahondar tanto en vuestra pena, que ya han empezado a caerse las brevas. Y las que no se caen, se las comen los pájaros.
Una vez más Lameculus había salido del atolladero aunque el rey seguía sin entender por qué el dragón no había querido comerse a su hija.
Tampoco la princesa Geberga lo entendía. Le había costado muy poco asumir que iba a convertirse en mártir y había mandado hacer un vestido blanco con zapatos a juego para la ocasión.
- Blanco, el color de la pureza- había dicho la pobre reina Macadamia al verlo. No añadió más porque fue presa de un terrible ataque de pena.
- La verdad, madre, es que así se verá más la sangre cuando el dragón me coma- dijo la princesa mientras se cepillaba sus largos cabellos-. Ya lo estoy deseando. Espero que sea considerado y lo escupa para que puedan guardarlo como reliquia mía. El vestido ensangrentado de Santa Geberga. Será más venerado que la segunda falange del dedo corazón de san Atafumanasio.
Macadamia se sonó los mocos con un pedazo de tela que encontró por allí.
- Lo que tenemos en nuestra iglesia es el lóbulo de la oreja derecha del santo. La falange está en el Monasterio de San Atafumanasio, en el reino de nuestros vecinos y enemigos- aclaró entre lágrimas.
- Por eso lo digo, madre. Pero ¿quién va a querer venir a venerar el lóbulo de una oreja cuando pueden ir al lugar donde se guarda como oro en paño una falange del santo?. Y nada menos que del dedo que se le quedó rígido y levantado cuando le quemaron vivo en la parrilla después de arrancarle los ojos, los dientes y la nariz. Pero todos vendrán a ver el vestido ensangrentado de la pobre princesa.
Por eso, cuando el dragón no quiso saber nada de ella, Geberga entró en el castillo llorando sin parar y sin dejar de preguntarse qué había hecho mal. Se abrazó a su padre, que también se preguntaba qué sería ahora de todos los souvenirs que había encargado. Y entre llanto y llanto los dos maldecían al dragón. Y tanto y tanto lo hicieron que de repente se oyó una voz que retumbaba por todo el castillo. La voz del dragón que decía a modo de disculpa:
“No paró de hablar desde que llegó y ya me tenía harto. Y tengo el estómago tan delicado que seguro que, de habérmela comido, me hubiera repetido como el ajo”.
Fue lo último que supieron de la bestia. Salió huyendo despavorida aunque hay quien asegura que dejó una nota para el rey en la que decía:
“Prefiero irme a otro reino que quedarme en éste y exponerme a que me vuelvan a traer a esa princesa tan pesada”.
Después de ese desplante Geberga se quedó tan triste que dejó incluso de cantar y hablar. Eso le preocupaba mucho al rey.
- ¿Y si nadie quiere casarse con la niña porque es muda?- le decía a Lameculus.
- No temáis, Majestad- le contestaba éste, que desde que Geberga no emitía ni un sonido estaba contentísimo-. Vos lo que tenéis que hacer es enviar algunas cositas de ésas que mandasteis hacer por si acababa siendo mártir y seguro que pronto alguno caerá.
- San Atafumanasio te oiga, querido Lameculus, y venga algún pretendiente.
Muy pronto los ruegos del rey se vieron satisfechos. Pero no del modo exacto en el que él quería.
Resultó que en un bosque cercano vivía un terrible ogro de nombre Leewarden que se comía a todo aquel despistado que osaba internarse en sus dominios. Una tarde dio caza a un pobre infeliz de melenita por los hombros. Le amenazó con la espada pero eso para el ogro era tan peligroso como si blandieran frente a él una aguja de coser. Se le comió para merendar y, como era tan flacucho, también a su caballo. Pero al masticarle notó que algo duro se le había quedado entre diente y diente. Lo sacó y vio una miniatura, pero muy, muy pequeña, de una dama. Rubia, esbelta, mejillas sonrosadas. De las que le gustaba desayunar los días de fiesta. Pero ésta tenía algo especial.
Apenas si sabía leer por lo que tardó una eternidad en juntar una letra con la otra pero al final creyó entender “Princesa Geberga”. A Leewarden se le escapó un “bonita” y después de tres días mirando la imagen llegó a la conclusión que le gustaba como esposa.
Cuando le dijeron al rey Campechano que había llegado un posible pretendiente para su hija le extrañaron dos cosas. Que todo el mundo parecía estar muy nervioso y asustado y que tuviera que salir fuera para hablar con él. Cuando le vio entendió los motivos.
Leewarden tenía una cabeza veinte veces más grande o más que la de Macadamia, los ojos muy juntos, pelo hirsuto como si fueran púas, espesa barba negra y abultada panza. Cuando sonreía le parecía al rey que tenía entre los dientes restos de comida.
- “Engo” a “cajarme” con Geberga. Bonita- dijo.
El rey miró a Lameculus y le preguntó por lo bajo.
- ¿Qué quiere decir “cajarme”, tú que sabes idiomas?.
- Creo, Majestad, que significa “casarme”.
Cuando oyó eso al rey le entró un ataque de risa y, cuanto más se decía que tenía que controlarse, más y más se reía.
- “Cajarse” con Geberga. Jajajajajaja. “Cajarse”…
- Sí- respondió Leewarden, con una sonrisa bobalicona-. “Ero cajarme”.
Aún estuvo riendo el rey Campechano un buen rato más antes de ponerse los brazos en jarras y decir:
- Ni hablar.
Esa respuesta no le gustó nada al ogro, que había venido con toda su buena voluntad a pedir la mano de Geberga. Así que se enfadó mucho, gritó, casi rugió, todo lo fuerte que puso, hasta dejarles a todos dentro del castillo completamente aturdidos. Luego, metiendo una mano por una ventana, cogió a Geberga y salió huyendo.
La princesa, lejos de sentirse atemorizada, recuperó el habla que creía perdida y se puso a gritar:
-Yupi, yupi. Me llevan. Al fin seré mártir. Y los trovadores inventarán canciones sobre mí. Mira, ogro, a ver qué te parece ésta- y se puso a cantar una canción.
-“Guta”- contestó el ogro-. Bonitaaaaa.
- ¿Te gusta?- dijo la princesa con alegría-. Pues te cantaré todo el día.
Se la llevó a su castillo del centro del bosque, muy grande pero como pudo apreciar en seguida Geberga algo desordenado.
- Eso es lo que pasa cuando los hombres viven solos- le dijo, nada más poner los pies en el suelo-. Pero no temas, ya estoy ya aquí. Y suénate los mocos, ogrito. ¿Qué no ves que se te caen?.
Leewarden se los limpió con una manga y le sonrió.
Pero ¿qué fue del rey Campechano?. Tanto él como Macadamia vieron impotentes como ese horrible ogro se llevaba a su única hija sin que pudieran hacer nada por evitarlo.
- Tendremos nietos cabezones- no cesaba de repetir la reina.
- Si se parecieran a ti, lo serían de todos modos, querida esposa- le respondió el rey.
- Pero, rey, es mi niñita. Haz algo para que vuelva con nosotros. La niña debe casarse con un príncipe valiente y atractivo no con eso…
Pero ningún caballero ni villano del reino se atrevía a ir a enfrentarse con el ogro para rescatar a la princesa.
- Lameculus, ve tú- le pidió el rey.
- Creo que os corresponde a vos, que sois su padre- escurrió el bulto el consejero.
- Bueno, bueno, eso habrá que verlo. Que la reina es enamoradiza. A ver si voy a correr un peligro mortal y luego es hija de carpintero.
- Lo que digáis.
Aunque Lameculus sabía bien que al rey la simple mención de Leewarden le daba dolor de barriga. Vamos, que se cagaba de miedo sólo de pensar que se le podría comer.
El caso es que una cosa por otra el tiempo iba pasando sin que se tuvieran noticias de Geberga ni de un posible libertador.
Hasta que un día…
Un caballo negro como el azabache se aproximaba al castillo del rey Campechano. El jinete era alto, moreno y bien parecido. A medida que le veían pasar, las muchachas del reino iban cayendo rendidas a sus pies. Pero él tenía un único objetivo. Pedir la mano de la hermosa princesa Geberga y con ayuda de su dote comprarse un castillito en la Toscana e independizarse de su terrorífica madre.
Descabalgó con elegancia, se atusó los cabellos y con paso firme y decidido entró en el salón del trono. Al incorporarse de la reverencia le chocó bastante encontrarse al rey con un cuerno saliéndole de cada lado de la cabeza y a una reina cabezona con una cara que hacía honor a su apodo. Pero decidió ir al grano. Total, una cosa sería una costumbre de la tierra y la otra le vendría a la pobre de nacimiento.
- Rey Campechano-dijo y todos se quedaron entusiasmados con su hermosa voz-. Vengo de lejanas tierras para pediros la mano de vuestra hija Geberga.
Al rey la presencia del joven le agradaba y más si pretendía casarse con la princesa. Seguro que era tan valiente o tan estúpido como para enfrentarse con el ogro Leewarden.
- ¿Cómo os llamáis?- le preguntó con una sonrisa bien amplia reflejada en el rostro.
- Lacasito, señor.
El rey asintió, miró a Lameculus y luego otra vez al príncipe bien parecido.
- Príncipe Lacasito, lamento deciros que la princesa Geberga, mi amada hija, ha sido raptada.
El rostro del joven se ensombreció. Desenvainó sin perder tiempo la espada y dijo:
- Decidme quién la tiene y yo iré presto a rescatarla.
- ¡Qué hombre!- exclamaron al unísono la reina y Remilgada, una de sus damas, una solterona empedernida.
- El ogro Leewarden- esta vez fue el consejero el que contestó-. Grande, feo y cabezón.
- ¿Y dónde vive esa bestia?- preguntó ahora el príncipe-. Decídmelo y hoy mismo partiré.
- En el Bosque encantado- respondió el rey, sin poder reprimir un escalofrío-. Adentrarse en él es tentar a la suerte.
- No temo a nada- repuso el príncipe- excepto a mi madre pero eso es otro asunto que ahora no viene a cuento- hizo una nueva reverencia-. Rey Campechano, reina Cara de pan…
- Es Macadamia- dijo ella, aunque viniendo de ese joven tan guapo podría perdonarse todo. Cara de pan, cara de culo, ¿qué más daba?.
Salió el príncipe con un paso tan decidido como llevaba para entrar, consciente de que algunas damas y criadas le miraban el trasero. Pero ya estaba acostumbrado y ahora lo esencial era salvar a la desdichada Geberga.
Era otoño y el bosque aparecía envuelto de una extraña niebla que hacía que los árboles parecieran gigantes que amenazaban al recién llegado agitando sus brazos mientras gritaban su nombre. El caballo del príncipe estuvo a punto de encabritarse y hacerle caer pero el joven era un excelente jinete y tenía una enorme sangre fría. Nada le hacía tener miedo o vacilar cuando se proponía algo.
- Vamos, viejo amigo- dijo-. Sólo son árboles y el viento. Pero si fueran gigantes no les temería- dijo esto último alzando la voz por si acaso.
El príncipe continuó su camino a lomos de su caballo, adentrándose en la espesura. Pero llegó un momento en que le era imposible seguir de ese modo. Las ramas eran cada vez más abundantes y estaban más bajas y juntas. No le quedó más remedio que descabalgar y llevar al caballo cogido de las riendas. También eso se le iba haciendo cada vez más complicado. El animal, asustado por una extraña fuerza que parecía provenir de lo más profundo del bosque, se negaba a dar un paso.
- Ánimo- le decía el joven-. Tenemos que salvar a la princesa Geberga.
Entonces el caballo parecía comprender y se animaba a seguir hasta que nuevamente algo le asustaba y ya estaban otra vez igual.
Cuando llegaron a la entrada del Bosque encantado era de día pero ahora una densa oscuridad lo cubría todo. Varias veces estuvo a punto se caer el príncipe, ora con una rama ora con una piedra. Pero ni las tinieblas ni las ramas, que parecían brazos dispuestos a atraparle, ni esos extraños sonidos que provenían sabe Dios de dónde, le harían desfallecer. Les había prometido a los reyes que les devolvería a su hija y lo haría. Ahora si le acababan o no concediendo su mano era lo de menos. Lo único importante era salvarla del ogro.
Entonces se desató una terrible tormenta, la más grande que el príncipe podía recordar. El viento soplaba tan intensamente que parecía que iba a arrancar los árboles. El príncipe intentó sujetarse a un tronco, abrazándose a él pero sin soltar las riendas. Pero el viento era demasiado fuerte y, aunque Lacasito hizo todo lo que pudo por evitarlo, el caballo salió volando. El príncipe emitió un gemido agudo, dolido por ver cómo se alejaba tan querido animal pero pronto él siguió sus pasos. Cerró los ojos para no ver el suelo tan lejos de sus pies porque, aunque juraba que no le tenía miedo a nada, no le hacía ninguna gracia verse por los aires.
Inexplicablemente no topaba con ninguno de los árboles, aquellos enormes guardianes del bosque. Voló y voló, sintiendo la fuerza del viento y del agua en su rostro, hasta que se sintió caer. Agitó los brazos como había visto que los hacían los pájaros con las alas, pero él no estaba preparado para volar por sí solo y acabó cayendo de culo al suelo.
Abrió los ojos y se vio en un lugar casi tan oscuro como el resto del bosque con la diferencia que aquí no había árboles. Ante él se levantaba un enorme castillo, tan grande como para que fuera la morada de un ogro.
Palpó en su costado y se tranquilizó al ver que conservaba la espada así que se levantó y caminó unos pasos, gritando como un loco:
- ¡Leewarden!. ¡Ogro maldito!.¡Sal y lucha conmigo!.
No tuvo que esperar mucho para sentir como si la tierra temblara a causa de unas pisadas. El ogro había oído su reclamo.
- ¿Qué “asa”?. “Taba mimiendo”.
Un vozarrón dio paso a la cara más fea que el príncipe hubiera visto en toda su vida. Una enorme cara que se asomaba por el balcón del castillo.
El ogro se llevó un dedo a uno ojo, frotó intensamente y una legaña enorme cayó estrepitosamente al suelo. El príncipe tuvo que apartarse para que no le aplastara.
- ¡Leewarden!. ¡Suelta a la princesa o probarás mi espada!- gritó Lacasito de nuevo.
El ogro se frotó nuevamente los ojos y abrió una enorme boca en un bostezo.
- “Incesa” pesada. No “guta”.
El príncipe parpadeó, incrédulo. ¿Aquella bestia inmunda estaba diciendo que la princesa más encantadora del mundo era pesada y que no le gustaba?. Sólo por eso ya merecería que le mataran.
- Y si no te gusta, mala bestia, ¿por qué la retienes?. ¿Es que quieres comértela?.
- “Nuuuuuu”- dijo el ogro-. Comer no. Y yo no la “reengo”. Ella se ha encerrado en la “orre”. Se ha enfadado “oque” quiero devolverla con su padre. Canta “odo” el día, no me “eja” llevar mocos colgando, limpia…”Ora” se debe haber “ormido” y he aprovechado para “mimir” un ratico.
Y Leewarden, ignorando al príncipe, dio media vuelta y volvió dentro del castillo a intentar dormir un poco más.
Lacasito sonrió al ver que iba a ser muy fácil liberar a la princesa. Así que estaba en la torre. Sólo tenía que sacarla de dentro.
- Geberga, hermosa princesa- gritó-. Sal para que pueda verte.
Al cabo de un par de minutos una hermosa cabeza de rizos rubios se asomó por una ventana en lo más alto de la torre.
- ¿Sí?.
Era más bella de lo que Lacasito había imaginado. Quizás tenía la boca demasiado pequeña, la frente un poco prominente y una oreja un poco más grande que otra pero todo eso no tenía la menor importancia.
- Hermosa princesa- dijo-. He venido a rescataros.
La princesa sonrió al ver al guapo mozo que le hablaba desde abajo pero decidió hacerse un poco de rogar.
- ¿Y por qué debería acompañaros si yo estoy muy bien aquí?- preguntó-. El ogro me da de comer y me escucha cuando canto.
- Porque vuestros padres están tristes- contestó el príncipe.
- Eso es un motivo muy pobre. ¿Por algo más?.
- Y porque el ogro está harto de oíros- añadió él-. Sin embargo aquí fuera hay mucha gente deseosa de escuchar vuestro arte.
- ¿De veras?- la princesa sonrió-. ¿Vos me escucharíais?.
- Sin duda. Si vuestra voz es tan hermosa como vuestro rostro, hasta el fin de mis días.
Entonces Geberga, sin dudarlo, entonó una canción. El príncipe pronto supo que era un bocazas que hablaba sin pensar. Y es que la princesita cantaba exactamente igual que una almeja.
- “Lacasito”- se dijo- “piensa en su dote y en el castillito en la Toscana”.
- Nunca había escuchado una voz más hermosa ni una gracia semejante- dijo. A mentiroso no le ganaba nadie.
Y como sea que Leewarden pateaba y gritaba que callara y el príncipe guapo le adulaba, lo tuvo muy claro Geberga:
- Está bien, príncipe. Iré con vos. Pero con la promesa de que os casaréis conmigo. Ya tengo una edad y no quiero quedarme solterona.
- Naturalmente- dijo Lacasito, imaginando una vida llena de aventuras que le alejara de la cantarina Geberga-. Ya os amaba en la distancia y, ahora, al veros, mucho más.
Ni cinco minutos tardó la princesa en descender los mil escalones que le separaban de la puerta del castillo. Se lanzó a los brazos del príncipe Lacasito y juntos montaron a lomos del caballo, a quien el viento había llevado cerca de allí. Y juntos se alejaron mientras en todo el bosque se escuchaba el suspiro de alivio de Leewarden.
El rey y la reina se pusieron muy contentos al ver aparecer sana y salva a su hijita. Todo el reino de Moralzarzal cantaba y bailaba por la buena noticia. ¿Todos?. No, todos no. Lameculus permaneció en su cuarto, golpeándose la cabeza contra la pared. Otra vez la cantarina había vuelto. ¿Es que no había nada que le pudiera alejar del castillo de una vez?.
En premio por su acción, el rey Campechano concedió la mano de su hija al príncipe Lacasito. La princesa no podía estar más feliz. Era muy mono, tenía un culito respingón y había prometido que le escucharía cantar. También estaba muy contento Lacasito. El rey le dio a su hija la dote, que superaba en mucho la cantidad que el príncipe imaginaba. Y con eso pudieron comprarse el castillito en la Toscana.
Se casaron, fueron felices y comieron perdices. Y el príncipe salió a correr sus aventuras para no escuchar los cánticos de Geberga.
Lameculus al fin fue feliz… hasta que a la reina Macadamia le dio por cantar y lo hacía tan mal como su hija.
¿Y qué fue de Leewarden?. Paseando un día por el Bosque encantado, encontró una ogra, cabezona y mocosa. Se casó con ella y fue muy, muy feliz. Pero todo eso son otras historias. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
Solamente tengo que hacerte una pregunta: ¿Son borbones? Un besote :)
ResponderEliminarJajajajajaja. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
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